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HISTORIA DE LA IGLESIA


HISTORIA DE LA IGLESIA

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UN BOSQUEJO
UNA BREVE SINOPSIS DE
LA HISTORIA PÚBLICA DE LA IGLESIA

G. H. S. PRICE
Traducción del inglés:
Santiago Escuain



PREFACIO

El objetivo de esta sinopsis sigue siendo el de siempre, esto es, presentar de una manera tan breve y concisa como lo pueda permitir un tema tan amplio, un bosquejo de la historia pública de la iglesia desde Pentecostés hasta nuestros días. No pretende en ningún sentido competir con las obras existentes acerca de este tema, pero puede resultar de utilidad para aquellos que, deseando este conocimiento, puedan verse con dificultades para obtener los libros, y todavía más dificultad para encontrar el tiempo para leerlos.
No se pretende originalidad alguna, porque se han empleado libremente todos los datos, y en algunos casos las mismas expresiones, procedentes de los escritos de otros. Sin embargo, se ha tenido gran cuidado para asegurar la exactitud de todo lo que se expone, y para impedir impresiones erróneas debidas a lo condensado de este relato.
Ciertos hechos o citas que tienen que ver con el tema pero que difícilmente podrían formar parte de la Sinopsis central, han sido añadidos en forma de Apéndice, y se han insertado en el texto las notas refiriéndose a ellos.
Finalmente, se podrá observar que en ocasiones se emplea la palabra asamblea en lugar de iglesia.Es una traducción literal del griego original, que realmente significa un grupo de personas llamadas afuera. Este término no admite equívocos con ningún edificio material.
Wembley.G. H. S. PRICE


HISTORIA DE LA IGLESIA
La historia de la iglesia, que abarca casi 2.000 años, constituye un tema que nadie sino sólo el Espíritu Santo de Dios puede recopilar. Los hechos en los que tal historia debería basarse sólo los conoce Aquel que, en humilde gracia, ha estado aquí en la tierra todo el tiempo manteniendo en la asamblea un testimonio de la verdad según la revelación de Dios. En medio de las glorias crecientes y menguantes de la iglesia, Él ha sido, por una parte, el dolorido Testigo de cada paso de alejamiento y de decadencia, y, por la otra, el Manantial interior de cada sentimiento espiritual en pos de Dios, y la Fuente vivificadora de cada fase de recuperación y avivamiento. Con precisión divina, Él ha evaluado lo que es de verdadero valor, al ser capaz de distinguir entre lo que es de Dios y lo que es del hombre.
Es la incapacidad de llevar esto a cabo, así como la imposibilidad de penetrar más allá de lo que el ojo puede ver o que el oído puede oír, la que ha limitado las actividades de todos los historiadores humanos.
Si se tiene presente esta importante reserva, se puede decir que se han hecho muchos excelentes intentos para registrar la historia pública de la iglesia, y en esto nos ayudan las mismas Sagradas Escrituras. Por ejemplo, J. N. Darby (refiriéndose a las cartas a las siete iglesias en Asia, que aparecen en Apocalipsis 2 y 3), dijo: «No me cabe duda de que esta serie de iglesias es de aplicación como historia al estado moral sucesivo de toda la iglesia: las cuatro primeras se refieren a la historia de la iglesia desde su primera decadencia hasta su actual condición bajo el Papado; las últimas tres son la historia del Protestantismo».
Este marco histórico dado por Dios ha permitido a piadosos historiadores seguir las varias fases a través de las que ha pasado la Iglesia de Dios; aunque está claro que las últimas cuatro fases corren simultáneamente. En estos discursos, la iglesia es contemplada en su posición de responsabilidad en el mundo, como testigo público de Cristo. Como tal, está sujeta a fracasos y consiguientemente cae bajo la reprensión de Cristo por su infidelidad.
Las persecuciones comenzaron el 64 d.C.
Es evidente, leyendo las epístolas de la Escritura, que la decadencia y el fracaso ya se habían introducido incluso en los tiempos de los apóstoles. No sólo Pablo tiene que decir en su segunda epístola a Timoteo que todos los de Asia lo habían abandonado, sino que el Señor, dirigiéndose al ángel de la asamblea de Éfeso —la primera de las siete— dice: «Has dejado tu primer amor». Esta decadencia fue seguida poco después por un tiempo de intensa persecución. Comenzó en el reinado de Nerón y por su instigación, y prosiguió durante casi tres siglos. Es destacable que durante este período la historia ha registrado diez persecuciones generales distintas, lo que puede tener que ver con la palabra del Señor a la segunda asamblea — Esmirna: «Tendréis tribulación por diez días».
Se puede también hacer referencia de pasada al temprano cumplimiento de la palabra del Señor acerca de la destrucción de Jerusalén. El 70 d.C. la ciudad fue devastada por el general romano Tito, y se ha dicho que más de un millón de personas murieron en el asedio y en la terrible guerra civil que al mismo tiempo estaba desatada dentro de sus murallas.
Es innecesario en una sinopsis como esta entrar en los detalles de las diez primeras persecuciones o registrar la larga historia de los mártires cuya sangre sirvió para regar la simiente del evangelio. Hombres y mujeres, viejos y jóvenes, sufrieron igualmente en muchas partes de Europa y Asia. Además de la mayoría de los apóstoles y de otros hombres de Dios mencionados en las Escrituras, como Timoteo, destacan de manera preeminente los nombres de Ignacio, Policarpo, Justino y Perpetua entre los muchos cuya fidelidad inalterable a Cristo les procuró la palma del martirio. Una y otra vez, con terrible ferocidad, se descargaron los poderes del infierno contra la iglesia, pero ésta prosperó en medio de la persecución, y, en lo principal, los períodos de calma que hubo entre las tormentas dieron evidencia de la expansión del evangelio. Los esfuerzos por aniquilarlo fueron terribles e implacables, pero las puertas del infierno no iban a prevalecer, y muchos miles de almas que habían estado buscando en vano descanso para sus corazones en las mitologías de Roma y de Egipto se declararon seguidores gustosos de Cristo.
Decadencia en aumento de la iglesia
Sin embargo, fue tras una persecución de aproximadamente doscientos años que los elementos de decadencia y alejamiento de la verdad comenzaron a profundizar en la iglesia, y la fidelidad de los mártires resplandeció tanto más sobre el oscuro fondo de la decadencia de la gloria de la iglesia. La causa de la decadencia —y en verdad podríamos decir que la causa de toda decadencia— residía en el hecho de que la iglesia había perdido de vista su puesto de santa separación del mundo. Su temprana simplicidad estaba volviéndose rápidamente cosa del pasado, y la mano del hombre estaba llevando a cabo ruinosos cambios en la dirección de sus asuntos.
Clero y laicos
Además, la distinción entre el clero y los laicos —largo tiempo sugerida por los principios del judaísmo— estaba surtiendo sus malos efectos en la iglesia. Los obispos y diáconos vinieron a ser una orden sagrada, y, en contra de todas las enseñanzas de las Escrituras, se les comenzó a dar un lugar preeminente. Los acontecimientos que condujeron al establecimiento de un orden sagrado dentro de la iglesia son considerados aquí, para que el lector pueda ver los comienzos de lo que ahora se ha desarrollado como un vasto sistema jerárquico. Los apóstoles establecieron ancianos —dando sin dudas su reconocimiento formal a aquellos que ya habían sido capacitados por el Espíritu de Dios; pero después que los apóstoles hubieron muerto, los supervisores [episkopoi, u obispos], que habían sido designados por los apóstoles para llevar a cabo una obra necesaria, y no meramente para tener una posición oficial, comenzaron a arrogarse para sí mismos el derecho exclusivo de enseñar y de administrar la Cena del Señor. Así, a comienzos del siglo segundo, ya existían en Asia Menor los tres cargos permanentes de obispo, presbítero y diácono. Al transcurrir el tiempo, estos hombres fueron asumiendo más y más de control y liderazgo sobre la iglesia y sus actividades, y los miembros ordinarios de la asamblea fueron reducidos a la posición de someterse a este control. Así, algo que era al principio una cosa más o menos informal y temporal se desarrolló a cargos fijos y permanentes. Entonces lo que llego a ser la base de la autoridad fue no la capacitación continuada por el Espíritu Santo, sino la posesión de un oficio eclesiástico.
Ignacio, ya a principios del siglo segundo, combinó las dos ideas de unión con Cristo como condición necesaria para la salvación, y de la iglesia como cuerpo de Cristo, y enseñó que nadie podía ser salvo a no ser que fuera miembro de la iglesia. Estrechamente relacionados con esta idea de que la iglesia era la única arca de salvación había los sacramentos, o medios de gracia, de los que el bautismo y la Eucaristía eran los dos ejemplos destacados. En relación con estos sacramentos surgió también la teoría del sacerdotalismo clerical: esto es, que los sacramentos sólo podían ser celebrados o administrados por hombres ordenados de manera regular para este propósito. Así el clero, en distinción a los laicos, vino a constituirse en un sacerdocio oficial, y a éstos se los hizo depender enteramente del clero para conseguir la gracia sacramental sin la que, según se enseñaba, no había salvación. Aunque Ignacio había negado la validez de la Eucaristía administrada con independencia del obispo, fue Cipriano de Cartago quien, posiblemente no por designio, fue finalmente el campeón de la causa episcopal.
Una vez quedó establecida la distinción entre el clero y los laicos, vemos una multiplicación de los oficios de la iglesia y la introducción de otros que nunca fueron contemplados en la Escritura. Estas actuaciones pueden haber servido para lograr un orden externo en la iglesia —y la verdad es que la necesidad del mismo fue de manera principal la causa de estas innovaciones— pero reprimieron la libre expresión de la vida espiritual y de la fe, y negaron el principio fundamental del cristianismo: que «hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, el cual se dio a sí mismo en rescate por todos.»
El inevitable resultado de todo esto fue que el Espíritu Santo dejó de recibir el puesto que le correspondía de derecho en la iglesia. Los obispos cristianos estaban aceptando puestos en la corte y buscaban recibir la gloria del mundo, mientras que comenzaban a aparecer ostentosos templos para la exhibición de la religión cristiana. Cosa más grave todavía, los cristianos pronto invitaron la intervención del poder civil en los asuntos de la iglesia, y lenta pero seguramente comenzó a hacerse más evidente el fatal vínculo con el mundo.
La décima persecución, el 303 d.C.
La décima y final persecución bajo la cruel mano de Diocleciano fue indudablemente la más asoladora de todas. Todo el poder del Imperio Romano se combinó en un esfuerzo desesperado, no sólo para suprimir totalmente las Escrituras, sino para exterminar todo rastro de cristianismo de la tierra. Este terrible y definitivo conflicto entre el paganismo y el cristianismo, aunque añadió nuevos capítulos de gloria a los registros de los mártires, que iban aumentando, no llegó a impedir la germinación de las semillas de corrupción que se habían sembrado por la vinculación con el mundo.
Constantino el Grande
Así, es quizá comprensible que Satanás escogiera este momento para cambiar su forma de ataque, y a comienzos del siglo cuarto empezó el período eclesial de Pérgamo, en el que el león se transformó en serpiente, y en el que los adversarios de fuera dieron lugar a los seductores desde dentro. Constantino el Grande era en esta época el César de Roma, y se mostró abiertamente como protector de la nueva religión —hecho tan significativo como inesperado. Naturalmente, lo que siguió fue que la posición de los cristianos pasó inmediatamente de una de intensa persecución a otra de supremo favor; y ello hasta el punto en que se veía al mismo Emperador de Roma presidiendo los concilios de la iglesia.
La unión de la Iglesia y el Estado, 313 d.C.
Pronto se hizo sentir el pernicioso efecto de esta primera unión entre la Iglesia y el Estado. Constantino no aceptaba otra autoridad más que la suya, y recurría a medidas violentas para hacerla obedecer. Se puede dar un ejemplo de esto. Un hereje destacado, llamado Arrio, expuso un credo religioso que negaba la deidad de Cristo. Enseñaba él que el Señor había sido creado por Dios como todos los otros seres, y que, consiguientemente, no era coeterno con Dios. Los obispos cristianos denunciaron esta doctrina, con razón, como una horrible blasfemia; Arrio y sus seguidores fueron excomulgados por la iglesia, y la posesión y difusión de sus escritos fueron declaradas pecados capitales. En cambio, Constantino consideró la herejía una mera minucia, y ordenó promulgar un edicto imperial mandando que los herejes excomulgados fueran restaurados a la comunión de la iglesia. Fue Atanasio, obispo de Alejandría, el que discernió el verdadero peligro en las enseñanzas de Arrio, y se resistió firmemente a esta intervención. Estaba totalmente dispuesto a resistirse a la orden del emperador y a sufrir persecución y destierro por su defensa de esta gran verdad central del cristianismo: la deidad del Señor Jesús. En el Concilio de Nicea, en el año 325, la deidad de Cristo recibió sanción oficial, y fue formalmente enunciada en el original Credo Niceno.
El Edicto de Milán, 313 d.C.
A pesar de muchos y lastimosos fallos, se debe admitir que Constantino hizo muchas cosas de gran valor en su tiempo, y que su legislación en general da evidencia de la silenciosa acción de principios cristianos. (Nota 1.) Él fue el responsable de la redacción del famoso Edicto de Milán —a veces llamado la Carta Magna de la Cristiandad. Concedía a los cristianos una libertad total y absoluta para el ejercicio de su religión. Sería difícil encontrar un mayor contraste que el que se observa entre la posición de la iglesia al principio y al final del reinado de Constantino. Como bien ha dicho Miller: «La encontró encarcelada en minas, mazmorras y catacumbas, y excluida de la luz del cielo; y la dejó en el trono del mundo». Sin embargo, ello fue en cumplimiento de la profecía inspirada: «Yo conozco tus obras, y dónde moras, donde está el trono de Satanás» (Ap 2:13).
El comienzo de las Edades Oscuras
La herejía de Arrio fue sólo uno de muchos intentos de Satanás durante el siglo cuarto y quinto para corromper la verdad. Por ejemplo, surgió un hombre llamado Pelagio negando la total corrupción de la raza por la transgresión del primer hombre, y enseñó que nacemos en inocencia, quedando por ello excluida la necesidad de la gracia divina. En muchos casos, Dios suscitó soberanamente a hombres que combatieran estas malas doctrinas, pero la gloria de la iglesia iba desvaneciéndose constantemente, y estaba introduciéndose el terrible período de las Edades Oscuras. El testimonio de un Cristo rechazado en la tierra y exaltado en el cielo —que habría brillado con tanto resplandor en los días de los mártires— estaba ahora perdiéndose rápidamente, porque el verdadero carácter de los cristianos como extranjeros y peregrinos se había desvanecido con su amalgamación con el mundo. Además, por cuanto la confesión del cristianismo era considerada como una vía segura para la riqueza y el honor, todas las categorías y clases solicitaban el bautismo, mientras que muchos trataban de unirse al orden sagrado del clero con los motivos más mezquinos.
La caída del Imperio Romano
Es significativo que en esta época, el Imperio Romano, que había también estado en una larga decadencia, iba a llegar también a sus días más negros. Hordas bárbaras comenzaron a desparramarse desde todos los lados, y tres veces la misma antigua ciudad de Roma estuvo a merced de los invasores. Finalmente, se lanzaron dentro de la ciudad como langostas, dejando sólo ruina y desolación tras ellos. Así fue el terrible final de Roma. No fueron los cristianos entonces los que fueron objeto de las persecuciones. En realidad, apenas si se les tocó, y en todo lugar se respetó a los obispos. Sin embargo, no se reconoció demasiado la mano de Dios en esto, y la vida de los miembros del clero era notoriamente mala. En la misma Roma la condición de la iglesia estaba tan deprimida que el obispado llegó a ser, en una ocasión, objeto de contención, y dos candidatos, en su lucha por el cargo, no tuvieron escrúpulos en acusarse mutuamente de los más graves crímenes.
El surgimiento del monasticismo
Fue en medio de esta confusión y manifiesta decadencia que surgió el monasticismo. Antonio, natural de Egipto, tuvo el dudoso honor de ser el primer monje. Los eremitas ya habían existido antes de él, pero él fue el primero en adoptar la vida enclaustrada y en retirarse de manera absoluta del mundo. Hay pocas dudas de que era verdaderamente cristiano, y un tiempo de persecución lo sacó de su retiro para compartir los peligros de sus hermanos. El monasticismo se extendió rápidamente, y antes del final de aquel siglo todos los lugares desérticos del mundo cristiano estaban punteados por monasterios y conventos. No hay duda alguna de que de estas instituciones surgieron muchas cosas buenas. A menudo demostraron ser un verdadero refugio para los enfermos, los pobres y los viajeros. Además, en el silencio de sus celdas, los primeros monjes copiaron y preservaron así muchos de los antiguos escritos, incluyendo las mismas Sagradas Escrituras. Todas estas instituciones, tan esparcidas, estaban bajo el control de los obispos; pero los monjes eran reconocidos sólo como legos por la iglesia. A finales del siglo quinto apelaron al Papa de Roma, pidiéndole permiso para ponerse bajo su protección, petición a la que él accedió bien dispuesto, porque estaba bien familiarizado con las riquezas e influencias de ellos. Así fue que los monasterios, abadías, prioratos y conventos quedaron sujetos a la Sede de Roma.
La división del Imperio Romano resultó finalmente en la división de la iglesia, que quedó prácticamente completa hacia finales del siglo sexto, pero que fue consumada de manera oficial y definitiva sólo en el 1054. Las mitades oriental y occidental, la iglesia Católica Griega y la Católica Romana, emprendieron así cada una su camino por separado.
El surgimiento del Papado
Con el siglo sexto comienza el período de Tiatira de la historia de la iglesia; en otras palabras, el papado de las Edades Oscuras. Nos lleva al tiempo de la Reforma, aunque, naturalmente, el Romanismo mismo prosigue hasta la venida del Señor. Este estado está caracterizado por la admisión y tolerancia pública en la iglesia de lo que es burdamente malo e idolátrico, como lo sugiere el mensaje al ángel de la iglesia en Tiatira: «Toleras que esa mujer Jezabel, que se dice profetisa, enseñe y seduzca a mis siervos a fornicar y a comer cosas sacrificadas a los ídolos. Y le he dado tiempo para que se arrepienta de su fornicación, pero no quiere arrepentirse de su fornicación» (Ap 2:20, 21).
Ya se ha hecho referencia a la buena obra de Constantino, pero el triste efecto fue que la iglesia se sintió más inclinada a poner su confianza en el emperador de Roma que en su Cabeza viva en el cielo. Pero nunca podía haber una total amalgamación de las dos partes; o bien el estado o bien la iglesia debían asumir la preeminencia, y por un tiempo la iglesia se contentó con tomar el puesto subordinado. Con la muerte de Constantino comenzó la lucha por la supremacía, y los obispos de Roma presentaron atrevidamente sus pretensiones al gobierno universal de la iglesia como sucesores de San Pedro. Es significativo el hecho, que además expone los errores de raíz del papado, de que aunque los nombres de los primeros obispos de Roma puedan ser conocidos en la historia, el orden en el que se sucedieron unos a otros no es conocido. Además, los obispos de Antioquía y de Alejandría (las respectivas capitales de las divisiones asiática y africana del Imperio, así como Roma lo era de la europea) eran reconocidos y estaban a la par con el obispo de Roma.
Gregorio Magno
Gregorio Magno fue el único Papa destacable en el siglo sexto. Fue un hombre piadoso, y fue responsable del envío de un grupo de monjes misioneros a Inglaterra, encabezados por Agustín. Fueron recibidos amistosamente, y comenzó una gran obra evangelística, aunque el evangelio había sido predicado en las Islas Británicas mucho antes que llegaran Agustín y sus monjes. A pesar de que este período vio varias otras actividades misioneras, que indudablemente llevaron a la conversión de muchas almas, las cosas estaban volviéndose más oscuras por todas partes, y el poder corruptor de Roma estaba creciendo de manera alarmante.
Prosigue la decadencia de la iglesia
Fue en esta época que se estableció la abominable idea del purgatorio, mientras que la sencillez del culto cristiano quedaba sepultada bajo la pompa del ritual. Las tinieblas que se cernían sobre la cristiandad fueron espesándose con el paso de los años, y a principios del siglo séptimo la ignorancia del clero y la superstición del pueblo habían llegado a ser asombrosas. La Biblia era muy poco leída, la lengua griega había quedado casi olvidada, y muchos del clero eran incapaces de escribir sus propios nombres. La soberbia y la codicia del clero se introdujo en los monasterios, y no es una exageración decir que muchos de estos lugares llegaron a ser un nido de vicios. Pero, ¿quién podrá sorprenderse de este estado de cosas cuando se considera el ejemplo dado por los Papas, cuya arrogancia y ambición parecía aumentar a diario? Su ambición carecía de límites, y ningunos medios eran demasiado bajos para alcanzar sus fines, y antes de mucho tiempo hicieron suyo el título de «Obispo Universal» por autoridad imperial. Así, quedó sólidamente puesto el fundamento sobre el que se edificaron todas sus pretensiones posteriores.
La autoridad imperial, dada al Papa
Sin embargo, el Papa de Roma, aunque era el dictador supremo en la iglesia, seguía sometido al poder civil, hecho que resultó extremadamente irritante y del que varios Papas sucesivos intentaron liberarse. Con este objetivo, y para lograr nuevos convertidos a su causa, Roma patrocinó varios grupos misioneros. Aunque algunos de estos esfuerzos fueron indudablemente bendecidos por Dios, es de observar que el evangelio fue predicado en su mayor pureza por hombres fuera del seno de la iglesia de Roma.
Los misioneros de Iona
Bien puede mencionarse en este contexto el nombre de Columba. Con un puñado de otros cristianos, zarpó de Irlanda en el 565, y desembarcó en la isla de Iona, frente a la costa occidental de Escocia. Durante muchos años el monasterio que fundó allí fue considerado la luz del mundo occidental, y docenas de fieles misioneros salieron de él para llevar el evangelio a cada rincón de Europa.
El surgimiento del islam
En el año 612 apareció Mahoma, el falso profeta de Arabia, en la escena de la historia del mundo. No es éste el lugar para entrar en la larga historia del islam. Su doctrina fundamental queda expresada en el bien conocido dogma de su fundador: «No hay más dios que el verdadero Dios, y Mahoma es Su profeta». Esta religión, tal como se expone en el Corán, es una peligrosa mezcla de verdad y fábulas, pero su pecado clamoroso reside en su negación de la deidad de Cristo.
No es ni necesario ni provechoso dedicar mucho tiempo a la historia de la iglesia durante los siglos octavo, noveno y décimo. El poder papal fue creciendo constantemente, junto con su ritual e idolatría. Es extraño que este hecho sólo sirviera para ahondar la enemistad entre el emperador y el Papa. El primero, alarmado por los avances del islam, cuyo propósito expreso era la exterminación de la idolatría y la afirmación de la unidad de Dios, comenzó una campaña contra el culto a las imágenes. El segundo, totalmente apoyado por los obispos y el clero, sancionó el culto a las imágenes, y amenazó excomulgar de la iglesia a todos los que no se conformaran a este culto. Esta lamentable actitud empeoró cuando un emperador cedió en la cuestión del culto a las imágenes, uniendo sus fuerzas a las del errado Papa, y estableciendo la idolatría como la ley de la iglesia cristiana.
Otro de los muchos malignos inventos de este período fue la doctrina de la transubstanciación, con la que se expresó que el pan y el vino de la Eucaristía son realmente convertidos en el cuerpo y en la sangre de Cristo. Cegada por los errores cumulativos de la superstición, Roma estaba dispuesta a ser extraviada, y el dogma de la transubstanciación fue pronto reconocido como una doctrina central y esencial.
Las tinieblas de las Edades Oscuras
Nunca fue más aplicable la expresión «ciegos guías de ciegos» que durante este período. El clero, en su mayor parte, vivía en un estado de letargo espiritual y de indulgencia viciosa, sin exceptuar a los obispos; en realidad, era en el obispo supremo, el papa de Roma, donde la iniquidad encontró su culminación. Sus vidas, incluso registradas por sus propios historiadores, muestran, bajo una luz espeluznante, los pasos descendentes hacia la gran apostasía. Ningún pecado era demasiado vil que no lo pudiera perpetrar el ocupante del trono papal, ni parecía haber inquietud alguna por las cualidades del que lo debiera ocupar. En cierto tiempo se afirma que fue incluso ocupado por una mujer y, posteriormente, por un blasfemo joven inmoral de dieciocho años. En los años justo anteriores a la Reforma reinaron dos Papas simultáneamente, pretendiendo cada uno de ellos ser el representante de Cristo en la tierra, y acusándose el uno al otro, ante el mundo, de falsedad, perjurio y de los más nefastos propósitos secretos.
Testigos fieles en las Edades Oscuras
En medio de toda esta terrible negrura, es alentador para el corazón registrar que Dios nunca se dejó sin testimonio, y que la que ha sido llamada la «hebra de plata de la gracia de Dios» puede ser seguida con una fiel continuidad a través de todo el tiempo de las Edades Oscuras. Luis el Gentil, un hijo de Carlomagno, un verdadero cristiano, aparece destacado en este contexto. Fue instrumento para la introducción del evangelio en Dinamarca y Suecia. El evangelio fue también llevado por diversos medios, escogidos soberanamente por Dios, a los noruegos, rusos, polacos, húngaros y búlgaros.
Las ambiciones del Papa Gregorio VII
Con la elección de Hildebrando al trono papal en el año 1073, la secular aspiración de la iglesia de Roma por conseguir el dominio universal de todo el mundo iba a recibir un cumplimiento parcial. Las ambiciones de Hildebrando —que asumió el nombre de Gregorio VII— carecían de límites, y lo mismo casi podría decirse de los medios malvados e implacables que usó para satisfacerlas. Su deseo era organizar un inmenso estado eclesiástico cuyo gobernante fuera supremo sobre todos los gobernantes de la tierra. Y Gregorio no vaciló en la supresión de todas aquellas costumbres que él considerara que le estorbaban en la consecución de su audaz plan. Entre las más visibles de estas supresiones fue su prohibición del matrimonio para el clero, cosa que trajo gran desgracia a millares de hogares.
La lucha de Gregorio con Enrique IV
Su intento de suprimir el privilegio secular de reyes y emperadores de escoger sus obispos y abades le hizo chocar de inmediato con Enrique IV, Emperador de Alemania. La negativa de Enrique de someterse a éste y a otros decretos del Papa enfurecieron tanto a este último, que tuvo la audacia de ordenar al emperador que compareciera ante él en Roma, y, cuando este llamamiento fue rechazado, el encolerizado Gregorio pronunció la excomunión del emperador de la iglesia. Al mismo tiempo, se le declaró depojado de su reino y sus súbditos fueron absueltos de sus juramentos de lealtad. Los supersticiosos temores de la gente, ya suscitados por el interdicto papal, fueron adicionalmente agitados por renovados embates del Vaticano, y estalló la guerra civil. El poder de Gregorio aumentó mientras el de Enrique menguaba, hasta que el desdichado monarca, abandonado por casi todos sus súbditos, rogó humilde el perdón del Papa. Éste trató de manera tan insensible al arrepentido emperador que el resultado fue una acerba venganza. Enrique encontró pocas dificultades para reunir un ejército de simpatizantes que condujo a Roma. Logró entrar en la ciudad, deponer a Gregorio, y poner a otro Papa en su lugar. El encarcelado Gregorio pidió ayuda inmediatamente a Robert Guiscard, un gran guerrero normando. Pronto se reunió un gran y abigarrado ejército, y, a pesar de todos los ruegos del clero y de los laicos para que Gregorio se aviniera a un acuerdo con Enrique, el Papa se mantuvo impávido. Estaba incluso dispuesto a ver la más terrible carnicería en Roma antes que rendir sus exaltadas pretensiones de que el emperador «entregara su corona y diera satisfacción a la iglesia». Tan pronto como Gregorio fue liberado de su encarcelamiento por el triunfo de Guiscard, entabló de nuevo una lucha contra Enrique, pero su muerte impidió el estallido de aquella tormenta.
Las Guerras Santas — 1094—1270
Hacia finales del siglo undécimo, Satanás cambió de táctica. El papado había ganado poco con su lucha contra el emperador, y una cuestión a resolver era cómo el poder espiritual podría lograr un dominio total sobre el temporal. Las nuevas tácticas que el enemigo sugirió, por medio del genio malvado de Roma, fueron las Guerras Santas. Las ocho Cruzadas que constituyen las Guerras Santas se extendieron por todo el siglo doce y gran parte del trece. Aunque totalmente fallidas por lo que respecta al propósito para el que fueron instigadas, la parte que tuvieron en el desarrollo de la iglesia de Roma justifica alguna referencia a sus motivaciones y desarrollo.
El objeto de las Cruzadas
Habían llegado quejas de Tierra Santa por las afrentas y ultrajes sufridos por peregrinos al Santo Sepulcro, y el Papa Urbano no tardó mucho en darse cuenta de que Europa podría ser sangrada y agotada si se organizaban expediciones con el aparente motivo de rescatar el sepulcro de Cristo de manos de los infieles turcos. Esto le posibilitaría impulsar sus pretensiones temporales de una manera que ningún Papa había podido antes de él, porque los turbulentos barones y poderosos príncipes estarían fuera de su camino, y no habría nadie que se le pudiera oponer. Este plan, diabólicamente astuto, tenía una apariencia de justicia y de piedad, y los corazones de miles por toda Europa fueron atraídos por él. Se basaba en un emocionalismo y superstición sin frenos, y estaba rematado por una blasfema oferta papal de absolución de todos los pecados para todos los que tomaran armas en esta sagrada causa, y la promesa de la vida eterna a todos los que murieran en el intento.
La Primera Cruzada, 1094
En estas condiciones, no es sorprendente que una enorme horda de sesenta mil guerreros estuviera pronto lista para emprender la primera cruzada a Palestina. Aquella expedición estaba condenada al fracaso, y ni siquiera llegó a Tierra Santa, aunque dos terceras partes de aquel número murieron en el empeño. Los supervivientes fueron reorganizados un año más tarde y, después de una larga y sangrienta lucha, los cruzados lograron asaltar Jerusalén. La carnicería que siguió fue indescriptible, y la matanza de setenta mil mahometanos fue considerada como una buena obra cristiana.
La Segunda Cruzada, 1147
La segunda cruzada, unos cincuenta años después de la primera, fue planificada de manera mucho más cuidadosa. El número de participantes aumentó a más de novecientos mil hombres. Incluía (tal como era la intención original de Roma) dos emperadores —los de Francia y Alemania—, una hueste de sus nobles, y estaba apoyada por la riqueza y el poder de las naciones.
La predicación de Bernardo
La predicación de esta cruzada había sido confiada al famoso abad Bernardo de Claraval, cuya gran elocuencia y peso moral fue indudablemente útil para lograr tan gran número de los que se pusieron bajo la bandera de la cruz. Pero esta cruzada, como la primera, fue un fracaso miserable y humillante, y se estima que cerca de un millón de vidas se perdieron en la empresa.
La cruzada de los niños, 1213
No es necesario dar detalles de las cruzadas posteriores, aunque se puede hacer una referencia incidental de que entre la quinta y la sexta cruzada, hubo otra compuesta totalmente por niños, organizada por un muchacho pastor. Es triste registrar que este patético intento de conquistar a los infieles cantando himnos y rezando oraciones tampoco tuvo más éxito que las otras, y un gran número de los noventa mil niños que emprendieron la cruzada murieron de hambre o fatiga, o fueron vendidos como esclavos. Las mismas causas irrazonables y antiescriturarias, aunque galvanizadoras, y los mismos resultados desastrosos, se hacen evidentes en cada una de las expediciones, ello a pesar del hecho de que durante doscientos años fueron la fuente de una enorme riqueza y poder para la iglesia, y de incalculable miseria, ruina y degradación para las naciones de Europa.
San Bernardo y el monasticismo
Aunque la última cruzada nos lleva al año 1270, tenemos que retroceder cien años, y referirnos brevemente a la expansión de la vida monástica, en particular bajo la influencia de San Bernardo, abad de Claraval. Su predicación, que precedió a la segunda cruzada, y que ya ha sido mencionada, fue sólo una de sus muchas actividades. Por medio siglo apareció como líder y rector de la cristiandad —el oráculo de toda Europa. Aunque la idea del monasterio había existido desde los tiempos de Antonio, ya hacía ochocientos años, no hay duda de que el interés en el monasticismo fue sumamente estimulado durante la vida de Bernardo. A él mismo se le atribuye la fundación de ciento sesenta monasterios esparcidos por Francia, Italia, Alemania, Inglaterra y España. La vida en estos monasterios era extremadamente severa. Obrando bajo la piadosa pero engañada suposición de que cuanto más alejados estuvieran de los hombres, tanto más cerca estarían de Dios, los monjes se infligían a sí mismos todo tipo de tortura y sufrimiento. Bernardo sobresalía en esto, y pasaba el tiempo en soledad y en el diligente estudio de las Escrituras. El efecto del sistema monástico en general sobre el pueblo en las Eras Oscuras tiene que explicar su buena disposición a creer cualquier cosa que les dijera un monje, especialmente sobre el bien o el mal, sobre el cielo o el infierno, y el monasterio era incluso considerado como la puerta del cielo. Por engañado que estuviera Bernardo, y a pesar de lo que registra la historia de negativo en sus acciones, no se puede dudar que era un verdadero creyente. En realidad, su vínculo con el Señor tiene que haber sido real y de gran valía para él, o nunca hubiera podido escribir este himno:
¡Jesús! sólo en ti pensar
De deleite el pecho llena;
Pero más dulce será tu rostro ver
y en tu presencia reposar.
Detalles como éstos confirman la anterior referencia a la ininterrumpida hebra de plata de la gracia de Dios. Sin embargo, no se debe dar la impresión de que todos los monasterios llegaban a la norma de los que estaban bajo el control de Bernardo, ni que la condición de estos últimos se mantuvo igual tras su muerte. En general, las condiciones en ellos era lamentablemente mala.
Testigos fieles en el siglo doce
A pesar de esto, el siglo doce vio las actividades de otros hombres piadosos además de Bernardo, y constituye un ejemplo trágico del poder cegador del papado el hecho de que Bernardo considerara generalmente a estos fieles testigos como herejes. De entre estos pretendidos herejes se pueden mencionar en particular a Pedro de Bruys y a Pedro Waldo. Sus actividades fueron similares en cuanto a que denunciaron abiertamente la corrupción de la iglesia dominante y los vicios del clero. Waldo fue el que llegó más lejos de los dos. No sólo renunció a aquel sistema religioso como anticristiano, sino que predicó el sencillo evangelio, y, al traducir los Evangelios a la lengua del pueblo, puso la Biblia en manos de los laicos, hecho éste que provocó el interdicto del Papa, excomulgándolo de la iglesia.
Tomás Beckett y el papado en Inglaterra
La sinopsis del desarrollo histórico del siglo doce no estaría completa sin una breve mención de la larga pendencia entre Enrique II de Inglaterra y Tomás Beckett, Arzobispo de Canterbury. De hecho, se trataba del viejo conflicto entre la Iglesia y el Estado, la misma batalla que había sido librada entre Enrique de Alemania y el Papa Gregorio, pero que esta vez se daba en suelo inglés. Tomás Beckett, un inflexible vasallo de Roma, se opuso violentamente a los deseos del rey de poner a raya el crecimiento del poder papal en Inglaterra, y no vaciló en actuar como traidor contra el rey para alcanzar sus fines. Esto se hizo evidente cuando Enrique y sus barones establecieron un código para la protección de sus súbditos de las arbitrariedades del clero. Beckett, inmediatamente después de haber puesto su firma a estas leyes, las violó apelando a Roma, y luego, bajo la promesa de la indulgencia papal, rehusó reconocerlas en absoluto. Siguió a esto una larga y acerba lucha entre Enrique y Beckett, pero este último, renunciando a todos sus títulos y cargos oficiales, y retirándose a la posición de un monje austero y mortificado, pronto se ganó las simpatías de las gentes supersticiosas. Y así sucedió que cuando Beckett fue asesinado, más o menos por inducción del rey, que el rey fue acusado de tirano irreligioso, y Beckett recibió culto como santo martirizado. Este desafortunado incidente y la consiguiente humillación del rey, que tuvo que dirigirse en humilde peregrinaje a pie a la tumba de Beckett para ser allí azotado por los bien dispuestos monjes, hizo mucho por extender por Inglaterra la dominante influencia de Roma.
La maldad de los sacerdotes
En este tiempo, las condiciones en la iglesia profesante parecían estar degenerando, si ello fuera posible, hasta mayores profundidades. Clérigos de todo rango estaban lanzados a la lucha por la riqueza y el poder. La masa del pueblo era sumamente ignorante, y carente casi totalmente de espiritualidad. Menospreciando la educación, estaban a merced de los sacerdotes, que veían el valor de la ignorancia, y que buscaban, por todos los medios, limitar sus conocimientos. Se ha dicho con razón que Inglaterra, en el siglo doce, estaba gobernada por los sacerdotes. Los monasterios se habían convertido en palacios en los que los señoriales abades podían dar sus suntuosos agasajos y darse a sus culpables amores, protegidos por el fuerte brazo de Roma. El astuto sacerdote podía pretender agitar la llave de San Pedro en el rostro de su contrario, y amenazarlo con excluirlo del cielo y encerrarlo en el infierno si no obedecía a la iglesia. Era su pretendida santidad y su malvada perversión de las Escrituras lo que les daba tal poder sobre los ignorantes y los supersticiosos. Además, desde el emperador hasta el campesino, todo el interior del corazón de cada hombre y mujer pertenecía a la iglesia de Roma y estaba abierto al sacerdote. Ninguna acción, apenas si un pensamiento, eran escondidos al padre confesor. Los sacerdotes vinieron a ser así una especie de policía espiritual ante la cual cada hombre estaba obligado a informar contra sí mismo. Las terribles amenazas de excomunión de la iglesia y de las penas eternas del infierno obligaban al más soberbio corazón a entregar todos sus secretos. Luego, el dogma igualmente malvado y relacionado de las indulgencias, por el cual los pecados eran remitidos mediante una contribución a la tesorería de la iglesia sin necesidad del penoso o humillante proceso de la penitencia, trajo inmensas riquezas a las manos de los culpables sacerdotes. Y aquí se debe añadir lo dispuestos que estaban los sacerdotes a cometer crímenes mucho más graves que aquellos de los que con desgana absolvían a los cegados laicos. Pero si los sacerdotes regían al pueblo, el Papa regía a los sacerdotes. Todos le estaban sometidos, y tanto más cuanto que durante aquel tiempo se presentó de manera destacada el dogma de la infalibilidad papal. La «Bula de Infalibilidad» afirmaba que el Papa como cabeza de la iglesiano podía errar cuando enunciara solemnemente, como vinculantes para todos los fieles, una decisión sobre cuestiones de fe o de moral.
La culminación del poder papal
El siglo trece se distingue comúnmente como la era dorada de la gloria pontificia. En este siglo iba a cumplirse la gran ambición de los papas sucesivos desde el siglo quinto en adelante de establecer el trono de San Pedro por encima de todos los otros tronos. Fue el gran Papa Inocencio III, que poseía una astucia diabólica, el que sobrepasó los logros de todos sus predecesores y logró el dominio sobre los reyes de la tierra. No podemos siquiera mencionar los sucios medios de que se sirvió para alcanzar sus fines, ni hablar de los años de asesinatos y guerras con que alcanzó su meta. Los coronados sacerdotes de Roma se movieron con una mano maestra y con la aplicación infatigable de toda la maquinaria del papado, para que él mantuviera y consolidara la absoluta soberanía de la Sede de Roma. Durante este tenebroso período, Inglaterra iba a caer más que nunca bajo el férreo dominio de Roma.
Inglaterra bajo el interdicto papal
Tanto fue ello así que otro enfrentamiento entre el rey y el primado llevó a que toda Inglaterra quedara bajo el interdicto papal. (Nota 2.) Todas las actividades de la iglesia se suspendieron hasta que el interdicto quedara levantado, y Juan, Rey de Inglaterra, hubiera sido depuesto del trono, yesto por orden del Papa. Entonces, y como si esto no fuera suficiente, el Papa ofreció el trono vacante ¡al rey de Francia! Roma, como la mujer de Apocalipsis 17, estaba en verdad cumpliendo la profecía divina de que «reina sobre los reyes de la tierra».
Inglaterra se rinde a Roma, 1213
Juan, el rey depuesto, fue al principio rebelde y desafiante, pero más tarde se vio obligado a inclinarse humilde ante el Papa, e Inglaterra se rindió abiertamente a Roma. Esto tuvo lugar el 15 de mayo de 1213. ¡Pobre Juan! Había sido el más despreciable tirano que jamás se sentara en el trono de Inglaterra, y no pudo sobrevivir mucho tiempo a este fatal acontecimiento. Murió en 1216 (sólo unas pocas semanas después que el mismo Papa Inocencio), y murió, como ha dicho otro, «con un carácter sin redimir por una sola virtud solitaria».
Una nueva persecución contra los cristianos
Otra de las actividades de Inocencio fue emprender una violenta persecución contra las prédicas de Pedro de Bruys y de Pedro Waldo. Éstas habían dado un fruto maravilloso, hasta el punto de que se podían hallar seguidores de ellos en casi cada país de Europa. La persecución, conducida principalmente por el notorio Simón de Monfort, cayó primero sobre los cristianos del sur de Francia. Miles y miles fueron brutalmente asesinados en el distrito de Languedoc. Se debe observar que éste no era un ejército de la iglesia saliendo en santo celo contra los paganos, los mahometanos o los negadores de Cristo, sino la iglesia profesante misma contra los verdaderos seguidores de Cristo, contra aquellos que reconocían Su deidad y la autoridad de la Palabra de Dios. Esto era algo nuevo en los anales de la cristiandad; pero la inexpugnable obra de Dios salió a la luz exactamente de la misma manera en que había aparecido mil años antes en la fidelidad de los mártires. En un lugar los ejércitos papistas encontraron un número de cristianos, hombres y mujeres, orando y esperando pacíficamente su fin. Cuando se les presentó la doctrina de Roma como la única alternativa a la muerte, contestaron a una voz: «Nada queremos saber de vuestra fe; hemos renunciado a la iglesia de Roma. En vano os esforzáis, porque ni la muerte ni la vida nos hará renunciar a la verdad que mantenemos». También es interesante registrar que muchos de los valdenses y albigenses, como se les llamaba, huyeron a otros países, de manera que, por la gracia de Dios, el verdadero evangelio fue predicado en casi todos los rincones de la cristiandad.
La Inquisición
Fue al comienzo de estas guerras que fue fundada la Inquisición, el más terrible de los tribunales de este mundo, por influencia de Domingo, un monje español que había tenido parte destacada en la persecución contra los cristianos en el sur de Francia. Al principio su actividad era secreta, pero en el año 1229 fue reconocida públicamente su gran utilidad en la detección de los herejes, y el concilio de Toulouse la constituyó como institución permanente. Se ordenó que se establecieran inquisidores laicos en cada parroquia para detectar a los herejes, con plenos poderes para que entraran y registraran todas las casas y edificios, y para someter a los sospechosos a cualquier examen que consideraran necesario. La lectura de la Palabra de Dios fue públicamente prohibida por Roma, e incluso su posesión era considerada como un crimen capital. Este terrible tribunal fue introducido gradualmente en los Estados Italianos, en Francia, España, y en otros países, pero nunca se permitió su entrada en las Islas Británicas. No podemos aquí entrar en los detalles de la Inquisición. Es cosa harto sabida que las acciones más negras, la tiranía más arbitraria y las crueldades más inhumanas que jamás ennegrecieran los anales de la humanidad se perpetraron bajo la blasfema pretensión de que los inquisidores estaban manteniendo piadosamente los derechos de Dios en la iglesia.
Estamos ahora aproximándonos al profundamente interesante período de la Reforma, cuando no sólo el soberbio edificio de Roma iba a ser desafiado, sino también sacudido hasta sus mismos cimientos. La importancia de la Reforma y el puesto que ocupa en la historia de la iglesia hace necesario entrar en ella con más detalle que hasta ahora en esta historia.
El albor de la Reforma
Parece característico de los caminos de Dios que Él permita que el mal llegue a su culminación antes de intervenir en juicio. Lo cerca que llegara el mal de su colmo en el siglo quince sólo lo sabe el Juez de toda la tierra. Todo el sistema parecía irremisiblemente corrompido, mientras que el Papa (que prefiguraba al hombre de pecado) estaba casi usurpando el puesto de Dios. Que quedara suspendido el juicio divino sobre tal escena para que la luz de la Reforma la iluminara es verdaderamente una muestra culminante de la longanimidad y gracia de Dios. Aunque la luz plena del día del reformador iba a resplandecer en la persona de Martín Lutero en los primeros años del siglo decimosexto, los primeros rayos pálidos del amanecer se vieron claramente más de cien años antes del nacimiento de Lutero. Una obra tan tremenda no podía llevarse a cabo en un momento, y Dios estaba preparando constantemente el camino para ella debilitando el poder del Papa sobre los gobiernos humanos, y en general sobre las mentes de las gentes, suscitando hombres capaces e íntegros para denunciar los males de Roma.
Dos pontífices en guerra entre sí
Fue para esta época que reinaron simultáneamente dos Papas, pero el antagonismo entre ellos llegó a tal punto que el pontífice de Roma proclamó la guerra contra el pontífice de Aviñón. Esta insultante inconsecuencia, junto con la terrible matanza que siguió, debilitó más la influencia del papado, empleando así Dios un elemento desintegrador dentro del campo del enemigo para acelerar su caída.
Juan Wycliffe
Juan Wycliffe ha sido con justicia descrito como la Estrella Matutina de la Reforma. De hecho, fue el primer reformador de la cristiandad, el Lutero de Inglaterra. Pero no había llegado todavía el tiempo del avivamiento. Sus mordientes críticas contra Roma, en las que no vaciló en tildar al Papa de Anticristo, atrajeron sobre su cabeza un torrente de anatemas.
La traducción de la Biblia al inglés, 1380
Pero Wycliffe era amado por el pueblo. Se interesaba en el bienestar de las gentes, les predicaba el sencillo evangelio, y tradujo la Biblia a un lenguaje que podían comprender. Para el tiempo de su muerte en 1384 sus seguidores eran conocidos por el nombre de lolardos, se habían hecho muy numerosos, y se encontraban entre todas las clases de la sociedad. Negaban la autoridad de Roma y mantenían la total supremacía de la Palabra de Dios. Como podía esperarse, una vez se desencadenaron las acciones del Vaticano (porque los frailes habían dado información al Papa en cuanto a lo que estaba sucediendo), no iban a detenerse hasta la supresión de los incorregibles herejes.
Persecuciones contra los Lolardos
La accesión de Enrique IV al trono de Inglaterra le dio a Roma su oportunidad. Engañado por los testimonios falsos de los frailes acerca de pretendidas prácticas revolucionarias de los lolardos, Enrique consintió que fueran perseguidos violentamente; desde aquel momento, y durante casi un siglo, ardieron las hogueras de la persecución en Inglaterra. Se pueden mencionar específicamente los nombres de John Badby y de Lord Cobham entre los que sufrieron fielmente el martirio durante aquel período.
Juan Huss y el avivamiento de Bohemia, c. 1400
Pero en tanto que la obra de Dios estaba siendo consolidada de esta manera, en lugar de exterminada, por la persecución desatada en Inglaterra, estaba surgiendo una notable obra de avivamiento en Bohemia, particularmente en las personas de Juan Huss y de Jerónimo de Praga. Ambos confesaron abierta y denodadamente su simpatía por todo lo que Wycliffe había escrito, y fueron a su vez acusados como herejes y quemados. El martirio de ellos, en lugar de limpiar Europa de las herejías de Wycliffe, inflamó las mentes del pueblo bohemio, de manera que se desató una guerra civil. Pero incluso esto resultó para bien, porque tuvo como resultado en un gran crecimiento de los llamados husitas. Hubo otros a los que Dios suscitó durante este período, como John Wessel, el tenor de cuya enseñanza estaba opuesto a los caminos y máximas de Roma. Según iba aproximándose la Reforma, se multiplicaban las voces que proclamaban la verdad.
Las primeras Biblias impresas
Antes de llegar a la historia de Lutero, podemos mencionar la impresión de la Biblia en este crítico período de la iglesia. La invención de la imprenta y la fabricación de papel a partir de trapos viejos durante la última parte del siglo quince resultó en la impresión y circulación de copias de la Biblia. Los traductores comenzaron entonces su trabajo, y la Biblia fue traducida por reformadores individuales a varias lenguas en el curso de unos pocos años. Así, apareció una versión italiana en 1474, bohemia en 1475, holandesa en 1477, francesa en 1477, y española en 1478, como si fueran heraldos de la inminente Reforma.
Martín Lutero
Es tarea difícil dar un breve sumario de la vida y multiformes actividades de Martín Lutero de modo que se pueda dar un justo tributo a su gran obra y preservar, al mismo tiempo, un equilibrio en cuanto a sus faltas. «Veo en Lutero,» escribió J. N. Darby, «una energía de fe por la que millones de almas debieran estar agradecidas a Dios. Y yo puedo en verdad decir que lo estoy». No pueden abrigarse dudas de que nadie ha sido más usado por Dios durante todo el período entre la muerte de los apóstoles y la recuperación de la verdad de la asamblea en la primera parte del siglo diecinueve.
El estado de la iglesia en la época de la Reforma
Se tiene que recordar que en la época del surgimiento de Lutero, la malvada introducción por parte de Roma de un plan de salvación basado en penitencias o indulgencias, en lugar de la doctrina de la justificación por la fe, había llegado a unas proporciones espantosas, y daba enorme provecho a aquella culpable iglesia. Estos ingresos pasaban por las manos de los sacerdotes en cada ciudad y pueblo, y en la mayoría de los casos la maldad e inmoralidad de los sacerdotes mismos era notoria. Por ello, difícilmente puede sorprenderse nadie ante la insatisfacción que se extendía rápidamente en los corazones de hombres de todas clases. En el lado positivo, el testimonio fiel de los precursores había dejado una impresión tan indeleble que miles de almas piadosas tenían una premonición de que iba a tener lugar algún gran avivamiento. Todo lo que se necesitaba era un hombre que fuera suscitado por Dios para conducir, aconsejar y controlar, y estas cualidades estaban personificadas en Lutero.
Los primeros días de Lutero
Lutero, en cumplimiento de un voto para consagrar su vida al servicio de Dios, dejó la universidad a los 22 años y se hizo monje. Su diligente estudio de las Escrituras lo llevó a su profunda convicción de pecado, y trató repetidas veces, pero en vano, de reformar su vida. Sus esfuerzos y mortificaciones fueron tan fervientes e intensos como infatigables, pero no surtieron efecto, e incluso lo aproximaron a las puertas de la muerte. Lutero estaba ciertamente aprendiendo lo amargo de aquella falacia que pronto sería llamado a destruir. Pero no estaba destinado a permanecer oculto en un oscuro convento. Después de haber estado dos años en el claustro, fue ordenado sacerdote, y un año después de esto fue nombrado profesor de filosofía en la Universidad de Wittenberg. Fue entonces que surtió en su alma un poderoso efecto el famoso texto «el justo por la fe vivirá». Cuando resplandeció la luz divina en Lutero, y se convirtió verdaderamente a Dios, era todavía un esclavo de Roma, y no fue hasta haber visitado la ciudad papal que comenzó a darse cuenta de sus corrupciones y a ser sacudido de su adhesión a ella. El mal y la profanidad que Lutero observó en Roma hicieron una profunda impresión en él. Volvió a Wittenberg lleno de dolor e indignación y continuó refutando fielmente el error entonces prevalente de las iglesias de que los hombres podían, por sus obras, merecer la remisión de los pecados. La firmeza con la que Lutero se apoyó en las Sagradas Escrituras impartió una gran autoridad a su enseñanza, y se hizo evidente que no se podía seguir evitando el fatal choque con Roma.
Lutero condena abiertamente las indulgencias, 1517
Este choque fue ocasionado por la visita a Wittenberg de John Tetzel, un notorio traficante en indulgencias. «Os daré cartas,» decía Tetzel, «todas debidamente selladas, mediante las que incluso los pecados que tenéis la intención de cometer os serán perdonados. No hay pecado tan grande que no pueda ser remitido con una indulgencia. Sólo pagad bien, y todo os será perdonado». Así era la malvada y blasfema enseñanza de Tetzel, y en pocas ocasiones encontró a hombres suficientemente ilustrados, y más raramente aún suficientemente valerosos, para enfrentarse con él. Lutero, sin embargo, no dudo un momento en condenar a este osado impostor, y, no satisfecho con sus prédicas públicas, fue tan lejos como para clavar sus famosas tesis en la puerta de la iglesia de Wittenberg. No sólo sirvieron estas tesis para denunciar y condenar la inicua práctica de las indulgencias, sino que también se profesó por primera vez la doctrina evangélica de la remisión gratuita de los pecados, sin ayuda alguna de ninguna absolución humana. Esto tuvo lugar el 31 de octubre de 1517. El efecto fue electrizante, y las noticias se esparcieron como un incendio por toda Europa. Se tiene que observar, sin embargo, que Lutero distinguía entre el dogma de las indulgencias y la enseñanza general del papado. Estaba convencido de que lo primero era erróneo; pero no estaba liberado aún en cuanto a lo segundo. Por esto, sus tesis tienen todavía un fuerte sabor de catolicismo. Este hecho explica la aparente indiferencia con la que Roma recibió las primeras noticias de Wittenberg y el hecho de que transcurrieran casi tres años antes que Lutero recibiera la bula de excomunión del Papa. Lo que tuvo lugar en el alma de Lutero durante este período quizá nunca se sabrá. Fue objeto de muchos ataques, mientras que desde todas partes se lanzaban contra él vituperios y acusaciones; incluso sus más entrañables y fieles amigos expresaban sus temores y desaprobación ante su actuación. Él había esperado que se unirían a él los dirigentes de la iglesia y los más distinguidos académicos, pero todo fue de manera muy distinta a lo que se había imaginado. Se sintió solo en la iglesia y solo contra Roma. No es sorprendente que se sintiera agitado y desalentado y que comenzaran a formarse dudas en su mente. Tal como él mismo escribió después: «Nadie puede saber lo que sufrió mi corazón durante aquellos dos primeros años, la desesperanza en que me hundí ... porque en aquel tiempo desconocía muchas cosas que ahora, gracias a Dios, conozco».
Lutero excomulgado en 1520
Pero la buena mano de Dios estaba detrás de todo ello, porque la gran obra que Él había comenzado no iba a ser torcida por un desaliento temporal del agente humano que Él había escogido soberanamente para su promulgación. Al resplandecer más luz en el alma de Lutero, su fe y aliento aumentaron, y se hizo más evidente su distancia entre su enseñanza y la de Roma. Gracias al sabio consejo del Elector de Sajonia, verdadero amigo de Lutero desde el comienzo hasta el final, fue esquivado un llamamiento para hacerle comparecer ante el Papa en Roma. Esta doble herejía ocasionó el desencadenamiento de la tormenta, pero su fe en sus propias convicciones era entonces tan fuerte que cuando finalmente llegó la bula de excomunión, Lutero la quemó públicamente, y declaró que el Papa era el Anticristo.
La Dieta de Worms, 1521
Roma parecía impotente, y, dándose cuenta de la gravedad de aquel desafío, apeló al poder temporal, a Carlos V, Emperador de Alemania, para que suprimiera a aquel problemático hereje. Pero la solitaria voz de Wittenberg no iba a ser fácilmente silenciada, porque para este tiempo la mayor parte de Alemania estaba de corazón con Lutero. Además, sus escritos estaban extendiéndose rápidamente en todas direcciones, y parecía como si Europa estuviera esperando el resultado de la inminente confrontación. Aunque advertido por muchos de sus amigos y por masas del común de la gente, Lutero, poniendo sin embargo su confianza en Dios, decidió acudir a la Dieta de Worms, para responder allí, delante del mismo Carlos, de las acusaciones que habían sido presentadas contra él. Inmutable delante del emperador y de toda una corte de duques, príncipes, condes y obispos, Lutero habló con una calmada dignidad que sólo podía provenir de mucha lucha privada en oración con Dios. (Nota 3.) Reconoció, de manera sencilla, el montón de escritos sobre la mesa como suyos propios, y rehusó retractarse de ellos.
Lutero denuncia a Roma
Pero Lutero no podía limitarse a una mera defensa de lo que ya había escrito. En los términos más duros e irrefutables denunció públicamente todo el sistema del papado e incluso apeló al emperador para que no permitiera que sus súbditos se dejaran seducir por tal sistema. «No puedo,» añadió Lutero, «someter mi fe ni al Papa ni al concilio, porque está tan claro como el mediodía que ambos han errado frecuentemente y se han contradicho entre sí. ... Aquí estoy. Nada más puedo hacer. ¡Que Dios me ayude. Amén!»
Para profundo disgusto de Roma, Carlos pareció quedar influido por la fe genuina del reformador, y tan sólo consintió a un edicto de destierro. Su propio temor a Roma le impidió hacer menos. Habiendo de esta manera perdido su presa, el malvado poder de Roma trató de asesinar a Lutero, pero el buen Elector de Sajonia lo protegió, y, durante la temporal calma que siguió, Lutero, como preso dentro de la seguridad del castillo de Wartburg, pudo dedicar su atención a la traducción de la Biblia.
Zuinglio y la Reforma Suiza
Mientras todo esto sucedía en Alemania, se estaba gestando otra obra de Dios igualmente notable y totalmente independiente en otro lugar de Europa. Tuvo lugar en Suiza, y el instrumento escogido por Dios fue Ulrico Zuinglio, que era sacerdote de Roma. Lo mismo que Lutero, Zuinglio había abierto los ojos pronto a los lamentables males del papado, y, simultáneamente con esto, gracias a la sabia enseñanza del célebre Thomas Wittembach, aprendió la importante doctrina de la justificación por la fe, y se dio cuenta, para su asombro, de que la muerte de Cristo era la única redención de su alma. Al profundizar en este conocimiento mediante el cuidadoso estudio de las Escrituras, Zuinglio expresó abiertamente sus ideas acerca de las cuestiones eclesiásticas, y miles iban a oírle. Su mensaje era nuevo para sus oyentes, y él lo expresaba en un lenguaje que todos podían comprender, y el pleno y claro evangelio que él predicó tuvo resultados eternos. Era grande su fe en el poder convertidor de la palabra, aparte de cualquier esfuerzo del hombre por explicarla, mientras que sus respuestas apacibles y modestas a menudo desarmaban a sus adversarios. A este respecto, contrasta notablemente con el rudo y tormentoso Lutero. Se debería observar que Zuinglio comenzó a predicar el evangelio un año antes que el nombre de Lutero hubiera siquiera llegado a Suiza, de modo que, como dijo él mismo, «no fue de parte de Lutero que aprendí la doctrina de Cristo, sino de la Palabra de Dios».
Diferencias entre Lutero y Zuinglio
Sin embargo, había una interesante diferencia entre las enseñanzas de estos dos destacados reformadores. Zuinglio mantuvo abiertamente que todas las observancias religiosas que no pudieran ser halladas en la Palabra de Dios, o demostradas por ella, debían ser abolidas. En cambio, Lutero, deseaba mantener en la iglesia todo lo que no fuera directa o expresamente contrario a las Escrituras. Incluso quería quedarse unido a la iglesia de Roma, y se hubiera contentado con purificarla de todo lo que estaba opuesto a la Palabra de Dios. La idea del reformador suizo era la restauración de la iglesia a su simplicidad original. No daba autoridad absoluta a nada que hubiera sido escrito o inventado desde los tiempos de los apóstoles.
Avances en Suiza
A su debido tiempo, el Papa recibió las alarmantes noticias del movimiento en Suiza, pero en lugar de hacer tronar sus anatemas contra Zuinglio, como había hecho —y seguía haciendo— contra Lutero, cambió de táctica, escribiéndole a Zuinglio una carta muy halagadora, ofreciéndole todo lo que estaba en su mano excepto el trono de San Pedro. Pero Zuinglio no desconocía las argucias de Roma, y no dejó de darse cuenta del sutil intento de acallar su voz. Al haber rechazado la mano tendida, pero engañosa, del Papa Adriano, la Reforma en Suiza fue ganando terreno, dando Dios abundantes pruebas de Su mano poderosa en la gran obra. Se aprobó un decreto para la abolición de las imágenes, fue abolida la misa, y se acordó que la Eucaristía debía ser celebrada en conformidad a su institución por Cristo. Más notable aun, y quizá el golpe más terrible de todos para Roma, fue la conversión de muchas de las monjas, y su petición al gobierno para que se les permitiera abandonar el convento. De esta manera, y principalmente como fruto de las inagotables tareas de Zuinglio, las doctrinas de la Reforma se extendieron con increíble rapidez, y al cabo de pocos años el culto reformado estaba firmemente establecido en los tres grandes centros de Zurich, Basilea y Berna.
El error de Zuinglio y su muerte, 1531
Pero lamentablemente Zuinglio pareció incapaz de esperar hasta que el poder atrayente de la gracia de Dios trajera a todo el país bajo la influencia de la fe reformada. Aunque seguía siendo un sincero cristiano y ferviente reformador, accedió a asumir el carácter de un político, lo cual, a su vez, lo llevó a tomar las armas para defender la verdad que tan querida le era a su corazón. El resultado fue desastroso. Zuinglio mismo, como capellán del ejército, cayó muerto en batalla.
Revés en Suiza
La Reforma en Suiza quedó así tan lamentablemente apartada del buen camino que la restauración del papismo comenzó de inmediato. Pero los dones y el llamamiento de Dios son irrevocables, y aunque la obra en Suiza quedó temporalmente frenada debido a la infidelidad humana, iba a ser establecida más firmemente que nunca pocos años después por medio de Juan Calvino.
La traducción de la Biblia por Lutero
Volviendo a Alemania, todo parecía llamar a Lutero a gritos. Y él oyó este clamor en la soledad de Wartburg, y no lo pudo resistir. Diez meses después de la Dieta de Worms, puso su vida en el fiel de la balanza, y aunque seguía estando bajo el interdicto del emperador (como resultado de lo cual cualquiera que lo reconociera podría prenderlo) volvió a Wittenberg. Seis meses después su traducción del Nuevo Testamento fue impresa y dada al mundo. Fue recibida con gran entusiasmo y no menos de cincuenta y tres ediciones fueron impresas sólo en Alemania durante los primeros diez años de su publicación. Con la ayuda de Melancton, el íntimo amigo y fiel colaborador del reformador (Nota 4), poco después se añadió el Antiguo Testamento, y se ha dicho que el don de Lutero a sus compatriotas de la Biblia en su propia lengua hizo más por la consolidación y dispersión de las doctrinas reformadas que todos sus otros escritos juntos.
El efecto de la Palabra de Dios en Alemania
Desde luego, aseguró que la base de la Reforma fuera la Palabra de Dios, y no meramente las palabras de Lutero. Las Sagradas Escrituras —durante mucho tiempo encadenadas más allá del alcance de las almas sedientas— eran ahora accesibles para todos. La oposición que esto suscitó en la Roma papal sólo expuso su inconsistencia, porque el poder de la Palabra tenía que ser reconocido por aquellos que en la práctica negaban su autoridad.
Las buenas nuevas de la Reforma se esparcieron por todas partes. Había llegado su hora, aunque parecía surgir una enorme oposición contra ella desde todos los rincones. De nada le sirvió a Roma lanzar sus anatemas, aunque lo hizo en inútil cólera. Sus palabras cayeron en oídos sordos y en corazones preparados por Dios para recibir en su lugar las verdades emancipadoras que la doctrina de los reformadores les dieron. Hubo predicadores arrestados, torturados y martirizados, pero de nada sirvió. La Biblia estaba en manos del pueblo, y la resistencia era inútil.
La primera Dieta de Spira, 1526
Para este tiempo, los tres príncipes más poderosos de Europa, Enrique VIII, Carlos V y Francisco I, los soberanos respectivos de Inglaterra, Alemania y Francia, se unieron en alianza con el Papa para la supresión de los perturbadores de la religión católica. Pero el consejo convocado en la Dieta de Spira tuvo un resultado inesperado. En lugar de entregar a los reformadores a discreción de Roma, ¡dio gracias a Dios por haber avivado, en su tiempo, la verdadera doctrina de la justificación por la fe! A pesar de esta derrota, y frente a muchos de sus nobles que favorecían la Reforma, el emperador de Alemania convocó tres años después una segunda Dieta de Spira, en la que exigió el sometimiento de los príncipes alemanes a la original fe católica. Pero el emperador ya no podía ejercer una autoridad suprema en cuestiones tocantes a la iglesia, y el consejo se mostró de nuevo dividido. Para llevar el asunto a una conclusión, se promulgó un decreto que incluía las exigencias del emperador, y éste fue firmado por los nobles católicos. Pero el partido reformado de la Dieta se mostró a la altura de las circunstancias, y, como un solo hombre, protestaron contra la decisión del consejo.
El comienzo del Protestantismo
Éste fue el inicio del Protestantismo y del período de Sardis en la historia de la iglesia. La Reforma había tomado forma corporativa. En la Dieta de Worms fue Lutero en solitario quien dijo «No»; pero fueron iglesias y ministros, príncipes y pueblo, los que dijeron «No» en la Dieta de Spira.
El error del Protestantismo
Se debe registrar con dolor en este momento que muchos cristianos, al escapar del papado, cayeron en el error de poner el poder de la iglesia en manos del magistrado civil, o de hacer de la misma iglesia el depositario de este poder. Ya hemos señalado la forma trágica en que esto se vio en el caso de Zuinglio. Satisfechos así acerca de su propia seguridad, pronto se establecieron en sus nuevos privilegios en un lamentable estado de inercia espiritual, recordándonos las palabras del Señor a Sardis: «Yo conozco tus obras, que tienes nombre de que vives, y estás muerto». Así, el protestantismo erró eclesiásticamente desde su mismo comienzo, porque miraba al gobernante civil como aquel en quien residía la autoridad eclesiástica. El péndulo había oscilado casi hasta el otro extremo, de manera que, en lugar de la iglesia gobernando al mundo, el mundo vino a ser el gobernante de la iglesia.
La Confesión de Augsburgo, 1530
Cuando los protestantes fueron convocados por el emperador de Alemania para que dieran cuenta de sus actividades y de sus razones para abandonar la fe católica, redactaron (bajo la dirección de Lutero y de Melancton) una clara enunciación de sus doctrinas, que fue presentada en la Dieta de Augsburgo. En los caminos de Dios, se dio a los protestantes una recepción mucho más favorable que lo que jamás se hubiera esperado, y muchos firmes partidarios de Roma tuvieron que inclinarse ante las convincentes palabras y artículos de fe de los reformadores. Esta puede ser considerada como la ocasión en la que la Reforma quedó definitivamente establecida en Alemania.
Lutero era considerado por la multitud como poco menos que un Papa, y parecería que tendía a caer bajo la influencia de ello, porque se ha dicho que al menos en una ocasión incluso sacrificó los intereses del evangelio para el mantenimiento de su propia autoridad. Además, Lutero nunca pudo liberarse enteramente de los estorbos del papado, y la doctrina de la presencia real de Cristo en la Eucaristía fue un dogma al que se aferró hasta el fin. Esto le implicó en una acerba controversia con el gran reformador suizo Zuinglio, al que la doctrina de la transubstanciación le causaba horror. Pero era demasiado terco para dejarse convencer, aunque los argumentos de Zuinglio eran claros y convincentes, e incluso rehusó estrechar la mano tendida de Zuinglio.
Los años finales de Lutero
Lutero perdió mucho por su obstinación, y casi parecía que ya se desvanecía la estrella de la vida del gran reformador; pero el Señor añadió otros quince años a la vida de Su amado —aunque frecuentemente errado— siervo, durante el cual tiempo sirvió fielmente de palabra y pluma en la consolidación de la gran obra que le había sido confiada.
La Reforma en Europa
Habiendo examinado con cierto detalle la historia de la Reforma en Alemania y Suiza, y tras haberla visto firmemente establecida en estos países bien antes de la muerte de Lutero en el 1546, es necesario hacer una mención expresa de la Reforma en algunos de los otros países de Europa. El hecho de que una obra similar surgiera en varios países distintos aproximadamente al mismo tiempo sólo añade más prueba —si es que se necesitara de pruebas— de que esta gran obra fue de Dios.
Juan Calvino
La Reforma en la Suiza Francesa ya ha sido mencionada en el contexto de su relación con Juan Calvino. Su nombre y el de Guillermo Farel están inseparablemente relacionados con la Reforma en la Suiza Francesa y en la misma Francia. Tan fiera y explícita fue la condena que Calvino hizo de Roma que fue considerado como un enemigo más peligroso e implacable que Lutero. Con un cuerpo débil y enfermizo y en una vida relativamente breve, llevó a cabo una gran obra, pero, por lo que a la verdad respecta, fue más allá que Lutero, y cayó en un error positivo, especialmente acerca de los sufrimientos de Cristo. (Nota 5.)
La persecución contra los hugonotes
En Francia, el martirio de los cristianos, o Hugonotes, como fueron llamados los protestantes franceses, fue extremadamente severo. La historia de sus sufrimientos, en particular en la noche de la terrible matanza de San Bartolomé en 1572, es bien conocida, y ésta constituye, quizá, la matanza más malvada y desalmada que jamás haya sido perpetrada, y, como se debe añadir para su vergüenza eterna, Roma mostró un estridente gozo al recibir la noticia de que 100.000 personas inocentes habían muerto.
Unas condiciones igualmente trágicas prevalecieron en otros países europeos al avanzar la Reforma, pero con los mártires del siglo dieciséis sucedió como había sucedido con los cristianos primitivos: la fidelidad de los mártires tan sólo fortaleció la obra del avivamiento.
La Reforma en Inglaterra
La Reforma en Inglaterra demanda un comentario más detallado, aunque está entretejida de manera inseparable con la historia secular de la época. Habían pasado casi doscientos años desde los tiempos de Wycliffe, pero la chispa que él había prendido nunca se había desvanecido, y, en el siglo dieciséis, iba a manifestarse como una llama resplandeciente e inapagable.
William Tyndale
La primera figura destacable después de Wycliffe en la Reforma Inglesa fue William Tyndale. Se manifestó públicamente en un momento en que el Cardenal Wolsey, un implacable representante de Roma, estaba ejerciendo una maligna influencia sobre el país. Su exhibicionismo lujoso de riqueza y ritual estaba casi introduciendo una especie de papado en Inglaterra. Sus pretensiones eran tales que en la época en que el Papa envió una bula de excomunión contra Lutero, ¡Wolsey también le envió a Lutero una suya! Pero Wolsey se excedió, porque el celo con el que denunció los escritos de Lutero sólo sirvió para atraer la atención hacia ellos, y tendió a despertar el adormecido interés de los ingleses y para prepararlos para las doctrinas de la Reforma. La obra de Tyndale, aunque de enorme significación, fue mayormente desconocida, y, al sufrir el martirio a los cuarenta y ocho años de edad, su vida de fiel testimonio no fue larga. En medio de una constante oposición, que le llevó a huir de Inglaterra, Tyndale, ayudado por su compañero reformador Miles Coverdale, finalizó una traducción de la Biblia. Su aceptación fue enorme, porque el pueblo estaba sediento de ella. En un tiempo increíblemente corto se difundieron copias desde las costas del canal hasta los límites de Escocia. En Inglaterra, quizá en mayor grado que en el Continente, la Reforma fue llevada a cabo por la Palabra de Dios. Esto es significativo, porque en Inglaterra no aparecieron hombres destacados como Lutero, Zuinglio o Calvino.
La predicación de Latimer
Sin embargo, lo que Tyndale estaba haciendo de manera silenciosa lo llevaba a cabo Hugh Latimer con sus sermones. Latimer había sido un partidario tan firme de Roma en sus primeros años que los papistas creyeron que Lutero había por fin encontrado su igual, pero cuando llegó el tiempo de Dios, la visión de Latimer quedó en el acto transformada. Convertido de manera notable durante la confesión de uno de sus penitentes que había abrazado la verdadera fe cristiana, Latimer actuó tan denodada y valerosamente en su denuncia de las doctrinas de Roma como antes lo había sido para mantenerlas. Las amenazas de los obispos fueron inútiles, y sus sermones fueron empleados para iluminar a muchas almas. Además, el mismo rey Enrique VIII, que (aunque sólo para sus conveniencias domésticas) estaba tratando de sacudirse el yugo de Roma, apoyó la predicación de Latimer. Lo superficial que era este interés de Enrique se verá más adelante; lo cierto es que tan sólo hacía pocos años lo había sometido todo al Papa, y fue el Papa quien concedió a Enrique VIII el título de «Defensor de la Fe», por haber escrito contra las doctrinas de Lutero. Sin embargo, los papistas no estaban dispuestos a dar un respiro a Latimer, y, siendo llamado ante el obispo de Londres bajo una acusación de herejía, fue excomulgado y encarcelado.
La influencia de Cranmer
Fue durante esta época que Thomas Cranmer salió a la luz pública. Aunque era superior a Latimer en erudición, le iba a la zaga en lealtad a Cristo, y pasó mucho tiempo antes que mostrara la suficiente resolución para librarse de las redes del papismo. El consejo de Cranmer a Enrique VIII con respecto a su divorcio de Catalina de Aragón le atrajo el favor del rey, y fue designado para la Sede de Canterbury. Aunque empleó su autoridad para lograr la liberación de Latimer, la obra de la Reforma no prosperó tanto como hubiera podido esperarse con Cranmer en este alto cargo. Desde luego, no apoyó la quema y la tortura de los herejes, pero era demasiado tímido para tratar de suprimir tales prácticas, que continuaron de manera alarmante. Fue el mismo Enrique el responsable de esta cruel persecución. Aunque era Romanista de corazón, y se gloriaba en todo el ritual, rehusó aceptar la supremacía del Papa, refugiándose en la posición independiente que había adoptado como cabeza de la iglesia en Inglaterra.
Enrique VIII persigue a los reformadores
El rey y el clero llegaron a un acuerdo de un carácter de lo más infame. El rey les dio autoridad para encarcelar y quemar a los reformadores siempre que ellos le ayudaran a rescatar el poder que había sido usurpado por el Papa. En 1540 esta persecución iba a recibir un nuevo empuje con la aparición de los famosos Seis Artículos. La causa ostensible de esta malvada ley era promover la unidad de los súbditos de Enrique en cuestiones de religión. En realidad, se trataba de un sutil medio para poner a los protestantes fuera de la ley. Así, lo que sucedió fue que la rotura sólo se hizo más grande. Condenaba a muerte a todos los que se opusieran a la doctrina de la transubstanciación, de la confesión auricular, a los votos de castidad y a las misas privadas, y a todos los que apoyaran el matrimonio del clero y dar la copa a los laicos. Cranmer empleó toda su influencia, e incluso arriesgó del desagrado del rey, para impedir su aprobación, pero todo en vano. El partido Romanista seguía siendo poderoso, y el temperamento del rey se hizo más violento que nunca. Latimer fue echado en la cárcel, y cientos de personas pronto le siguieron.
La benéfica influencia de Eduardo VI
Al morir Enrique VIII, Eduardo VI accedió al trono de Inglaterra con la noble ambición de hacer de su país la vanguardia de la Reforma. Como era sólo un niño de nueve años en el momento de su coronación, el Duque de Somerset —un genuino protestante— fue designado como protector del reino. El primer uso que hizo Somerset de su autoridad fue abolir los odiosos Seis Artículos, y, hecho esto, dirigió su atención a otras reformas, siendo la más significativa el levantamiento de la prohibición de la lectura de las Escrituras. El joven rey mismo no se mostró remiso a encabezar estas acciones, y no menos de once ediciones de la Biblia fueron publicadas durante su breve reinado.
Con la ejecución del Duque de Somerset y la muerte de Eduardo a la temprana edad de dieciséis años, las perspectivas para los protestantes parecían muy amenazadoras, y de manera particular cuando María accedió al trono, porque era católica fanática. Bajo la malvada conducción de algunos de los agentes de Roma, María consintió al deseo del parlamento de abolir la innovación religiosa que Cranmer y Somerset sobre todo habían introducido, y restauró el culto público en sus viejos usos.
Martirio de Latimer y Cranmer, 1555—1556
Como era de esperar, no tardó en seguir la persecución, y Latimer y Cranmer fueron quemados en la hoguera. ¡Pobre Cranmer! Timorato e inestable como siempre, falló en la hora de la prueba y negó la fe. Pero, siempre objeto del amor de Dios y de la gracia restauradora de Cristo, fue recuperado, y exhibió una fortaleza en la hora de la muerte que más que compensó por el débil testimonio de su vida de claroscuros. Pero Dios iba a intervenir en breve, y el paso de la corona de María a Elisabet señaló la restauración del protestantismo.
El establecimiento de la Reforma bajo Elisabet
Poco es el crédito que se le debe dar personalmente a Elisabet por esto. Ha sido descrita como una reina sin corazón y casi sin conciencia. Podía ser todo para todos, y a causa de su vanidad fue incluso peligrosamente parcial en favor de mucho del ritual de la iglesia de Roma. Sin embargo, lo indudable es que la Reforma quedó establecida bajo su reinado y sobre una base más firme y amplia que jamás antes.
La Reforma en Escocia
La Reforma, al llegar a Escocia, era una necesidad vivamente sentida, porque la riqueza de las órdenes monásticas se había hecho enorme, y sólo podía equipararse con la codicia y el libertinaje de los clérigos, mientras que la vida del pueblo estaba bajo la pesada carga de las exacciones de los sacerdotes. En Escocia, como en Inglaterra, la Biblia fue enfáticamente la gran maestra de la nación, aunque los nombres de Patrick Hamilton y de George Wishart siempre estarán asociados con la Reforma en aquel país. Los dos fueron intrépidos en la predicación de la verdad, y sellaron su fiel testimonio con su sangre.
Limitaciones de la Reforma
Es quizá deseable en este momento pasar a repasar muy rápidamente las limitaciones y fallos de la Reforma, siempre dando la debida honra a la notable cadena de fieles testigos que Dios suscitó para llevar a cabo aquella magna obra. La doctrina de la Reforma expuso que Cristo murió para reconciliar a Su Padre con nosotros. «Una enunciación,» como ha dicho J. N. Darby, «totalmente errónea, confundiendo el nombre de relación en bendición con Dios en Su naturaleza; enseñando lo que la Biblia no enseña, afirmando ellos que la obra de Cristo era reconciliar a Dios con nosotros, y cambiar Su mente». La verdad de la proyección del amor de Dios con la libre y espontánea acción de Su gracia y naturaleza estaba ausente de la teología de los reformadores y de sus credos. Ellos tenían que «es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado», y creían en su eficacia; pero no tenían el concepto de «porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito». Además, predicaban la justificación por la fe para la liberación de las almas, pero al establecer un sistema enseñaron que el perdón de los pecados era obtenido mediante regeneración bautismal, y luego se torturaron tratando de conciliar ambas cosas. La Reforma nunca fue más allá de la verdad de la justificación por medio de la muerte y resurrección de Cristo. La formación de la asamblea en relación con Cristo ascendido y el Espíritu Santo enviado desde el cielo, y la segunda venida de Cristo —primero para recibir a Sus santos y luego para juzgar al mundo— no fueron ni tocadas.
La aplicación de la justificación por la fe —una verdad verdaderamente preciosa en sí misma— era, naturalmente, dirigida al individuo, y este mismo hecho resultó en la transferencia de poder e importancia de la iglesia al individuo. La idea de la iglesia como dispensadora de bendición fue rechazada; y todo hombre fue llamado a leer la Biblia por sí mismo, a examinarla por sí mismo, a creer por sí mismo, a ser justificado por sí mismo, a servir a Dios por sí mismo, por cuanto debía responder de sí mismo. El pensamiento recién nacido de la Reforma —siempre correcto, pero mucho tiempo negado por el Romanismo— era, primero bendición individual, luego la constitución de la iglesia. Pero lamentablemente el verdadero concepto de la Iglesia de Dios se perdió entonces de manera total, y no fue recuperado hasta los inicios del siglo diecinueve. Hasta adonde habían llegado, los reformadores estaban en lo cierto, pero al perderse de vista el puesto y obra propios del Señor en la asamblea por el Espíritu Santo, los hombres comenzaron a unirse y a erigir unas llamadas iglesias según sus propias ideas.
Iglesias independientes
Rápidamente se iniciaron una gran variedad de iglesias o sociedades religiosas en muchas partes de la cristiandad, efectuando cada país su propia idea en cuanto a cómo debía constituirse y ejercerse el poder eclesiástico. Esta diferencia de opinión resultó en los cuerpos nacionales e innumerables cuerpos disidentes, todos independientes entre sí, que siguen viéndose por todas partes. La mente de Cristo en cuanto al carácter y la constitución de Su iglesia parece haber sido totalmente pasada por alto por los líderes de la Reforma en su insistencia en el gran principio de la fe individual.
Con este sumario en mente acerca del resultado de la Reforma, podremos narrar tanto mejor la historia de la iglesia, en particular en Inglaterra, durante los 280 años entre el establecimiento de la Reforma y la recuperación de la verdad de la asamblea a principios del siglo diecinueve.
El Concilio de Trento, 1545
Será sin embargo oportuno decir aquí que en lo fundamental el carácter del Romanismo quedó sin cambios a pesar de la Reforma. Incluso se aprovechó de las aguas revueltas, que liberaron a millones de almas de su servidumbre, para enunciar una clara confesión de su fe. Esto tuvo lugar en el Concilio de Trento, y aunque se establecieron cánones, o artículos de fe, que eran esencialmente de carácter apóstata, las decisiones doctrinales a las que se llegó en aquel tiempo han sido desde entonces consideradas como el sumario autoritativo de la fe Católicorromana.
Los Puritanos
Fue durante el reinado de Elisabet que germinó el movimiento Puritano. El partido puritano, encabezado por el obispo mártir Hooper, objetaba enérgicamente contra los hábitos y vestimentas que estaban ordenados para el culto, y muchos rehusaron ser consagrados en vestiduras llevadas por el obispo de la iglesia de Roma. Elisabet, como ya hemos mencionado, aunque opuesta al papismo, deseaba retener tanto como fuera posible de exhibición y pompa, y así surgió una considerable oposición entre la corte y el partido puritano. Estas diferencias se agravaron cuando la reina ordenó el mantenimiento de una uniformidad exacta en todos los ritos y ceremonias externas. Ello tuvo como resultado el que una multitud de ministros piadosos fueran expulsados de sus iglesias, y que se les prohibiera predicar en cualquier otro lugar.
Presbiterianos e Independientes
Frente a tanta persecución, estos puritanos excluidos se constituyeron en un cuerpo, y, con el nombre de No Conformistas, fueron aumentando rápidamente en número. Cuando las vestiduras fueron en general echadas posteriormente a un lado, desapareció la razón de la disensión, pero los puritanos posteriores fueron más lejos que sus originadores, y contendieron no sólo contra las formas y las vestiduras, sino contra la misma constitución de la Iglesia de Inglaterra. Esto tuvo como resultado la formación de dos grandes partidos, los Presbiterianos y los Independientes. Los primeros consideraban a todos los ministros en cónclave como al mismo nivel en rango y función, mientras que los últimos, repudiando a la vez el episcopado y el presbiterio, mantenían que cada congregación debía dirigir sus propios asuntos y escoger sus propios cargos, con independencia de toda autoridad humana.
Intentos de restaurar la prelatura
Con los sucesivos reinados de Carlos II y de Jacobo II, se hicieron decididos esfuerzos por restaurar la prelatura con todo su ceremonialismo papista, y cundió una gran ansiedad en cuanto a si la Reforma en Inglaterra iba a mantenerse o a caer, pero, por la gracia de Dios, el corazón de la nación era demasiado sanamente protestante para someterse, y el enemigo fue derrotado. Jacobo II abdicó, y el trono fue ocupado por María y Guillermo, Príncipe de Orange. Bajo su influencia, el trono del Reino Unido fue puesto sobre una base rigurosamente protestante, mientras que, al mismo tiempo, los fieles Convenanters escoceses iban a ver el Establecimiento Presbiteriano firmemente arraigado en su país.
Avivamientos tras la Reforma
Por cuanto la posición pública de la iglesia permanece muy similar en la actualidad a como estaba bajo el reinado de Guillermo, esta recapitulación histórica queda prácticamente concluida. Sin embargo, hemos observado antes que Dios siempre se ha preservado un testigo y testimonio fieles a la verdad aparte de la profesión pública, y que nunca quizá se ha visto ello de manera más notable que durante estos últimos años que hemos estado repasando, y particularmente durante los últimos cien años. Por ello, debemos referirnos brevemente a algunas obras independientes de Dios, muchas de las cuales fueron características de los siglos dieciocho y diecinueve. El siglo dieciocho estuvo marcado por un avivamiento del arte y de la literatura, y debido a la comodidad y el lujo que llegaron a ser el principal interés de los ricos parece que se dio poco interés a vivir las verdades del cristianismo.
La alta y baja crítica
Lo cierto es que cuando la erudición invirtió sus energías en cuestiones religiosas, hacia fines de aquel siglo, se apartó del principio de la fe por el cual se han de comprender todas las actividades de Dios, e introdujo un sistema de la crítica que hizo de la erudición y de la mente puramente racional el criterio por el que se debía juzgar del origen y autoridad de las Escrituras. Este movimiento comenzó en Alemania y en otros lugares, propiciado por académicos reconocidos que, en sus escritos, arrojaron dudas sobre la autoridad de la Sagrada Escritura. Los que pusieron en duda la exactitud textual de la Palabra fueron llamados «críticos bajos», y los que suscitaron cuestiones acerca de la credibilidad o paternidad de los libros de la Biblia fueron llamados los «críticos altos». Los efectos de este movimiento, uno de los más sutiles que Satanás haya inventado para minar la autoridad de la Palabra de Dios, se extendieron rápidamente por Inglaterra, con perniciosas consecuencias, y la apatía que existe en la actualidad en las mentes de la mayoría con respecto al cristianismo puede remontarse, más o menos directamente, a este ataque contra las Escrituras.
Los Metodistas
Mientras se llevaban a cabo estos intentos por derribar el puro cristianismo echando dudas sobre la autoridad de la Palabra de Dios, el Señor estaba preparando a Sus siervos escogidos para otro avivamiento de la verdad y una mayor expansión del Evangelio. Este avivamiento iba a verse primero en las actividades de los célebres Juan y Carlos Wesley. Con la luz del verdadero evangelio resplandeciendo en sus corazones, comenzaron a celebrar reuniones privadas para el avance de la piedad personal. Lo estricto de sus vidas y lo regular de sus costumbres fue la razón de que se les diera posteriormente a sus seguidores el título de «metodistas». Al ir creciendo la obra, Jorge Whitefield, un predicador de gran capacidad, se unió a Juan Wesley, y siendo ambos clérigos de la Iglesia de Inglaterra, comenzaron a predicar por las iglesias el evangelio simple y llano. Pero la verdad del perdón y de la salvación por la fe en Cristo sin obras humanas meritorias era demasiado sencilla y escrituraria para que pudiera ser tolerada. La Iglesia Establecida, que sólo podría mantenerse fuerte en tanto que siguiera con energía espiritual aquella verdad que la había llevado a la confrontación con el papado, había sucumbido a la indolencia, a la ignorancia y a los lujos que eran la marca de aquella época, y pronto se vio en un conflicto con los avivadores, y les cerró los púlpitos. Excluidos así, se vieron obligados a predicar al aire libre, y sus predicaciones fueron empleadas por Dios para rescatar a las gentes de las profundidades de las tinieblas morales, llevando a miles tanto en Inglaterra como en América a los pies de Jesús. Carlos Wesley, que era menos fuerte de carácter que su hermano Juan, pero posiblemente más afectado interiormente por la gracia de Dios, fue el compositor de los himnos de aquel movimiento, y muchos de sus himnos están en uso constante hasta el día de hoy. (Nota 6.)
Mientras Carlos escribía himnos y Whitefield predicaba el evangelio, Juan devino el organizador del movimiento, y al conseguirse fondos y propiedades para la obra, insistió en un control autocrático de la organización. Al principio autorizó predicadores laicos, pero posteriormente se arrogó el derecho de ordenar clero, y su sistema, por tanto, fue tan estrechamente alineado al Anglicanismo como el de las iglesias reformadas lo estaba con el de Roma. Como resultado, no podía recibirse más luz de la verdad de Dios que la que su sistema permitiera que se expresara funcionalmente, y esto los limitó al perdón de los pecados y a las buenas obras. Un río no puede levantarse a mayor altura que su fuente, y por cuanto la fuente de este movimiento estaba en un gran reformador y no en el mismo Dios, no es sorprendente que al morir los Wesleys siguiera un deterioro gradual en su carácter, y cismas que le hicieron perder su significado público, hasta que encontró su nivel entre las muchas denominaciones de la cristiandad.
Establecimiento de las misiones extranjeras, 1792
No podemos entrar en los detalles de otros avivamientos más locales durante el siglo dieciocho, pero se puede hacer mención de pasada, en este tiempo, de varias sociedades misioneras extranjeras, especialmente por las actividades de Guillermo Carey, así como por la inauguración de Escuelas Dominicales para niños.
El estado filadelfiano y laodicense de la Iglesia
Fue aquel un período de considerable actividad evangélica, e indudablemente fue muy bendecido por Dios. Fue todo claramente parte de la obra preliminar general anterior a la aparición de lo que podría ser designado como el estado filadelfiano de la historia de la iglesia, en el que aquellos que mantuvieron la palabra del Señor y no habían negado Su nombre siguieron el fiel cortejo de los reformadores y de los puritanos. Todo esto en contraste con el estado externo de la cristiandad profesante. Laodicea marca la fase final de la historia de la iglesia como testimonio colectivo de Dios, y se caracteriza no por error doctrinal o caída moral, sino por su tibieza y satisfacción propia.
El Movimiento Evangélico
A fin de evaluar correctamente los varios movimientos religiosos del siglo diecinueve, es necesario considerar tanto aquellos cuyas influencias y efectos han sido fácilmente discernibles para el público en general como aquellos movimientos menos visibles que resultaron de las obras de destacados ministros de la Palabra de Dios que rehuyeron la publicidad. Si consideramos en primer término los movimientos más públicos, encontramos los frutos morales del avivamiento Wesleyano expresado en el movimiento «Evangélico» encabezado por hombres como William Wilberforce y Lord Shaftesbury, que interpretaron en acciones políticas, como la abolición de la esclavitud y unas medidas generales de reforma, las llanas y literales enseñanzas de la Escritura. Estos hombres fueron una fuerza moral genuina en sus tiempos. En oposición parcial a esta influencia, se desarrollo el movimiento «Anglocatólico» o «Movimiento de Oxford», bajo el liderazgo de J. H. (después Cardenal) Newman, E. B. Pusey y J. Keble. A estos se les llamó «Tratadistas» porque publicaron tratados en los que impulsaban a los clérigos a la defensa de sus órdenes y argüían que sólo suscribiéndose a la teoría de una iglesia católica indivisible podrían preservar sus posiciones y derechos. Este movimiento fue a su vez resistido por clérigos evangélicos como Charles Kingsley y F. D. Maurice, que junto con Thomas Hughes constituyeron el movimiento «Socialista Cristiano» de la década de 1860. Todos estos movimientos suscitaron mucha controversia pública, pero tuvieron en general muy poco efecto moral permanente en el pueblo.
El cristianismo y la ciencia en conflicto
Una agitación mucho más profunda fue la causada cuando la ciencia entró en conflicto con el cristianismo. En 1830 Sir Charles Lyell publicó sus «Principios de Geología». Al dejarse de observar la gran discontinuidad temporal entre el primer y segundo versículos de la Biblia, sus argumentos fueron aceptados por muchos como constitutivos de un reto válido a la enseñanza de las Escrituras acerca de la cuestión de la creación, y el espíritu de escepticismo generado por los críticos altos y bajos recibió un ímpetu adicional desde esta fuente. Esta tendencia fue intensificada con la publicación en 1859 de la obra de Charles Darwin El Origen de las Especies, y de El linaje del hombre en 1871. Aunque estas teorías han sido invalidadas por posteriores descubrimientos científicos, tuvieron en aquel tiempo el efecto de sacudir la confianza de millones de personas en la autoridad de las Sagradas Escrituras, y son mayormente responsables de la general apatía hacia la Palabra de Dios y de la ignorancia acerca de la misma que existe en la actualidad.
El Ejército de Salvación, fundado en 1878
Otro desarrollo público que merece mención fue la formación del Ejército de Salvación en 1878 por William Booth. Éste fue un poderoso movimiento evangélico que tenía la intención de recuperar a borrachos y a otros, inmersos en los vicios del siglo, mediante la ferviente predicación del simple evangelio. En tanto que el movimiento estuvo sustentado por la fe en Dios y por la adhesión a sus motivos originales, tuvo gran éxito. La idea del fundador era la de revestir a cada convertido con un uniforme que lo marcara públicamente como discípulo de Cristo. Esto frecuentemente llevó a acerbas persecuciones contra los convertidos, pero era ocasión de un testimonio vivo del poder del evangelio. Con el paso del tiempo se desvaneció el fervor evangelístico, y el movimiento se hundió al nivel de una organización de auxilio social, gobernado por líderes designados bajo el criterio de su capacidad organizativa.
La verdad en la penumbra
Podemos pasar ahora a algunos de los desarrollos más desconocidos, pero profundamente importantes, de la vida espiritual en el siglo diecinueve. A principios de aquel siglo, el doctor Augustus Neander, un judío alemán convertido en su juventud al cristianismo, estaba enseñando en la Universidad de Berlín acerca de las grandes verdades del cristianismo a audiencias electrizadas. Era hombre de gran erudición y basaba su ministerio puramente en la Palabra de Dios; actuando de esta manera, avivó muchas importantes verdades que habían quedado oscurecidas durante siglos. Vio claramente que no había autoridad escrituraria para un clero que ejerciera un oficio mediador entre Dios y los hombres, y mantuvo que todos los cristianos eran sacerdotes en virtud de ser habitados por el Espíritu Santo, y de tener entrada al lugar santísimo de la presencia de Dios. Sin embargo, no inició ningún movimiento para dar realidad a estas enseñanzas, y se contentó con enseñar en la Universidad. En Suiza y en Francia el doctor J. H. Merle d'Aubigné (que había sido discípulo de Neander en Berlín) siguió una línea algo similar de enseñanza, y dedicó mucho tiempo a recopilar su vasta Historia de la Reforma.
John N. Darby, 1830
En Inglaterra e Irlanda comenzó un movimiento simultáneo entre personas totalmente desconocidas entre sí. Hubo una obra independiente del Espíritu de Dios en los corazones y en las conciencias de muchos fieles seguidores de Cristo, entre los que se podrían mencionar específicamente a John N. Darby, Edward Cronin, John G. Bellet, Anthony N. Groves y George V. Wigram. J. N. Darby, erudito de considerable fama y abogado, fue convertido mediante la lectura de las Sagradas Escrituras. En sus años tempranos aceptó un subrectorado protestante en el sur de Irlanda, pero más tarde quedó muy impresionado por la verdad de que la Cabeza de la iglesia era Cristo glorificado, de lo que dedujo que debía haber un organismo en la tierra, un cuerpo espiritual, en el que Su condición de cabeza debía ser expresado. El llamado de esta verdad lo llevó a salir de sus conexiones eclesiásticas, como Abraham en la antigüedad, que, llamado por Dios, obedeció saliendo sin saber a donde iba (He 11:8). Al mismo tiempo, otros hombres eran similarmente movidos, por el estudio de la Escritura, a juzgar el sistema sacerdotal como inicuo, por cuanto todos los cristianos son llevados al mismo lugar de cercanía y libertad para con Dios por el Evangelio, y por recibir el don del Espíritu Santo vienen a ser miembros del Cuerpo de Cristo. Por ello, todo sistema regido por un sacerdote oficial niega la primera de estas verdades cardinales, y cualquier asunción de derechos exclusivos de ministerio niega la segunda.
El reconocimiento de estas verdades capitales llevó a estos cristianos a dejar aquellas asociaciones que las negaban, para reunirse en toda sencillez para participar de la cena del Señor tal como había sido establecida por el mismo Señor y siguiendo la enseñanza inspirada del Apóstol Pablo. Reconocieron la presencia personal del Espíritu Santo y Su disposición soberana de poder como el canal para el ministerio de la Palabra de Dios, mientras que las Escrituras fueron reconocidas como el único criterio infalible de la verdad y del error. Este movimiento, que comenzó en Dublín y en el sur de Inglaterra alrededor de 1832, pronto se extendió con considerable rapidez por medio de la predicación del Evangelio y del ministerio de la Palabra. Así surgieron por toda Inglaterra y en Francia, Suiza, Alemania, y por todos los países de habla inglesa del mundo, reuniones constituidas en base de la aceptación del principio de que la separación de la iniquidad era la única verdadera base para la unidad.
El avivamiento del verdadero carácter de la iglesia
El hecho de que esta obra comenzó simultáneamente, aunque de manera independiente, por muchas partes del mundo, demostró, como había sucedido trescientos años antes durante la Reforma, que el mismo Dios estaba obrando. Las notas clave de este avivamiento eran el llamamiento distintivo y celestial de la iglesia (o asamblea) y la consiguiente necesidad de la separación del mal —tanto eclesiástico como moral—, mientras que la sencillez y el gozo de los primeros tiempos de la historia de la iglesia fueron avivados en muchas pequeñas reuniones.
Las personas que se reunían de esta manera no asumieron una posición pública, y permitieron ser llamados simplemente por el nombre de «hermanos». Al aceptar esta designación, no lo hacían en ningún sentido más estrecho que el comunicado por las palabras del mismo Señor: «Uno es vuestro Maestro, el Cristo, y todos vosotros sois hermanos». No iniciaron nada nuevo, ni tampoco trataron de reformar nada. Sencillamente reconocieron que la asambea seguía ahí, y que formaban parte de ella, a pesar de la ruina pública.
La verdad, comprometida
Pero con el paso del tiempo, las verdades y principios que gobernaban a J. N. Darby y a otros no fueron mantenidas por todos los que profesaban tomar el terreno de separación de la Iglesia Establecida y de las denominaciones, y han surgido varias crisis entre los «Hermanos». La verdad de Cristo y de la asamblea, al no ser mantenida en poder espiritual, llevó a diferencias de opinión y pronto se reveló la presencia de algunos que estaban dispuestos a aceptar una norma inferior o contemporizaciones. Había, por ejemplo, los que mantenían que la asamblea en su aspecto universal se había vuelto invisible, y que nada quedaba ahora sino establecer asambleas locales, cada una de ellas completa en sí misma, y sin responsabilidad para con otros grupos similares. Cada una de ellas sería así libre de recibir a cada creyente individual, suponiendo que fuera perfectamente sano en la fe, sin tener en cuenta las asociaciones a las que pudiera estar vinculado. La verdad de la asamblea en su unidad general —tan enérgicamente mantenida por J. N. Darby— perdió entonces su lugar debido, se abrió de par en par la puerta a la contemporización con el mal, y el curso del testimonio durante los últimos cien años ha estado repetidamente marcado por conflictos. No obstante, el movimiento original, que siguió al avivamiento de la década de 1830, se ha mantenido y expandido entre muchos que buscan humildemente y con la energía de la gracia divina «contender ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos».
El resultado de este conflicto por la fe y de la actividad de Satanás en su intento de corromper la verdad se puede observar hoy en todas partes, con la existencia de docenas de diferentes asociaciones religiosas. Es uno de los hechos más humillantes y penosos que tales condiciones deban caracterizar los últimos días de la historia de la iglesia.
La ruina pública de la iglesia y la pequeñez y debilidad externas de aquellos en ella que buscan mantener la palabra del Señor y no negar Su nombre, se hacen tanto más evidentes cuando los contrastamos con las grandes entidades apóstatas, las cosas del mundo, sean civiles o eclesiásticas, que están creciendo en fortaleza y magnificencia externas según se va aproximando su día del juicio. Pero todo ello está en conformidad con la profecía inspirada. Las exaltadas pretensiones de la gran apostasía están vívidamente exhibidas en las páginas de la Sagrada Escritura, mientras que no hay ninguna promesa en el Nuevo Testamento de que la iglesia vaya a recuperar su consistencia y hermosura antes de su arrebatamiento.
Ésta, pues, es la posición que nos confronta en el período presente de la historia pública de la iglesia, y, desde luego, la finalización de esta historia no puede retardarse ya mucho. En palabras de otro, la iglesia está a punto de pasar de sus ruinas a su gloria, mientras que el mundo va de su magnificencia a su juicio.


«UNA PUERTA ABIERTA»
La historia que constituye la sustancia de este libro concluye con una referencia a las muchas sectas y denominaciones religiosas, cuya existencia caracteriza el día presente. Debido a esto, puede que surja en la mente de algún lector interesado una sensación de aturdimiento, y un deseo de saber qué pasos debiera tomar. Es con el fin de indicar aquella luz o guía que el mismo Dios pueda haber dado proféticamente en las Sagradas Escrituras acerca de esta cuestión que se da esta sección adicional. A la luz de las propias palabras del Señor, «el que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios» (Jn 7:17), podemos tener la certeza de que Dios nunca dejará que un indagador sincero quede en la incertidumbre acerca de la verdad y de la luz que en todo momento debiera gobernar cualquier postura. Al apelar a la Palabra de Dios, se supone que el lector acepta inequívocamente su inspiración y autoridad, y que está dispuesto a permitir que la palabra tenga su pleno efecto sobre la conciencia, y que luego controle las acciones. En el espíritu de una indagación dependiente y seria, podemos entonces preguntar: «¿Qué dice la Escritura?»
En primer lugar, no se nos deja con ninguna duda acerca de que por negras que sean las tinieblas de los últimos días, lo que es de Dios permanece, y que nunca queda sujeto a fracaso ni deterioro alguno. Al registrar la triste ruina de la iglesia y el desmoronamiento de lo público, es de suma importancia reconocer esto. Las normas divinas son invariantes, y el Espíritu Santo de Dios (mencionado por el Señor como «el Espíritu de verdad,» Jn 15:26) está aquí para mantener todo lo que es de Dios, hasta la venida del Señor y la consumación de la historia de la iglesia sobre la tierra.
Pablo, Juan, Pedro y Judas se refieren todos a las condiciones de los últimos días, y todos, a su manera, se aferran a la luz sin sombras de la verdad divina frente a las tinieblas de la apostasía. Pedro, por ejemplo, en el segundo capítulo de su segunda epístola, describe el tiempo de apostasía con las palabras más solemnes, y sin embargo, en aquel mismo capítulo se refiere a «el camino de la verdad» (v. 2), «el camino recto» (v. 15), y «el camino de la justicia» (v. 21), como para destacar el hecho de que hay un camino incluso en medio de tales condiciones. Luego Pablo, en su segunda epístola a Timoteo, se refiere a los últimos y peligrosos días, pero da al mismo tiempo esta palabra: «Pero el fundamento de Dios está firme» y «Conoce el Señor a los que son suyos» (2 Ti 2:19).
Ahora bien, estas palabras del Apóstol Pablo, que deben traer consuelo al corazón de cada uno que ame al Señor Jesús, van de inmediato seguidas por esta palabra a la conciencia: «Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo». La cristiandad profesante es asemejada, en este pasaje, a «una casa grande», en la que hay vasos para honra y para deshonra, y si alguno quiere ser útil para el Maestro, este pasaje enseña que ello sólo puede ser purificándose a sí mismo, separándose de los vasos para deshonra. ¿Qué es entonces lo que se quiere decir por «apartarse de iniquidad» y por «separarse de vasos para deshonra»?
Está claro por pasajes de la Escritura como Lv 5:15 que la iniquidad en «las cosas santas del Señor» es tan solemne como la violación de los principios morales entre los hombres, y es lo primero cuyo verdadero carácter se tiene que discernir antes que se pueda obtener un entendimiento correcto de la iniquidad como Dios lo tiene o que uno pueda formarse un juicio acerca de ella. Cuando el Señor es presentado en Apocalipsis en Su gloria judicial, se dice de Sus ojos que son «como llama de fuego». Es así que Él observa lo que está aconteciendo en la iglesia, y siete veces repite: «Yo conozco tus obras». Necesitamos siempre tener esto presente si hemos de ser preservados de caer en el error de juzgar en base de las degradadas normas del hombre caído.
La intrusión de la mano del hombre en las cosas santas de Dios, con toda su extendida implicación en el cristianismo profesante, ha sido con justicia designada como iniquidad, y el llamamiento ahora es: «Salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor» (2 Co 6:17). En palabras de J. N. Darby, «Dios está obrando en medio del mal para producir una unidad de la que Él sea el centro y manantial, y que reconozca de manera dependiente Su autoridad. Él no lo hace todavía por medio de la eliminación judicial de los malvados: él no puede unirse con los malos ni tener una unión que los sirva. ¿Cómo puede ser, entonces, esta unión? Él separa del mal a los llamados: «Salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo inmundo; y yo os recibiré». Ésta es la manera en que Dios reúne. Por cuanto existe el mal, no puede haber una unión de la que el Dios santo sea el centro y el poder, excepto por medio de separarse del mal. La separación es el primer elemento de la unidad y de la unión. ... Separarse del mal es la consecuencia necesaria de la presencia del Espíritu de Dios bajo todas las circunstancias en cuanto a la conducta y la comunión».
De esta manera, J. N. Darby (discerniendo claramente el gran apartamiento del cristianismo profesante de la verdad y reconociendo humildemente su parte de responsabilidad), reconoció que la Escritura proveía una puerta abierta por la que escapar a las cosas que son a la vez inconsecuentes con la verdad y con la comunión a la que él era llamado como creyente. Por ello, se separó totalmente de todos los sistemas caracterizados por un orden humano o por un oficio clerical, o en los que se reconociera un vínculo sectario, y sus razones para ello están expuestas en los siguientes extractos de uno de sus escritos. Contienen ellos uno de los más solemnes alegatos contra el cristianismo profesante que jamás haya sido escrito, y merecen el cuidadoso estudio en oración por parte de todos los que se sienten ejercitados acerca del actual estado de la cristiandad:
«Después de haber estado convertido por seis o siete años, aprendí por enseñanza divina lo que dice el Señor en Juan 14: «En aquel día vosotros conoceréis ... [que estáis] en mí, y yo en vosotros» —que yo era uno con Cristo delante de Dios—, y encontré la paz, y nunca, aunque con muchos fallos, la he perdido desde aquel entonces. La misma verdad me llevó fuera de la Iglesia Establecida. Vi que la iglesia estaba compuesta de aquellos que estaban así unidos con Cristo. ... La presencia del Espíritu de Dios, el prometido Consolador, había entonces llegado a ser una profunda convicción de mi alma en base de las Escrituras. Esto pronto fue de aplicación al ministerio. Me dije a mí mismo: Si Pablo viniera, no podría predicar; no tiene cartas de orden; si el más acerbo oponente de su doctrina viniera, y las tuviera, tendría derecho a predicar, en base del sistema. No se trata de un hombre malo que pueda infiltrarse (esto puede suceder en cualquier lugar): es el sistema en sí. El sistema está mal. Pone al hombre en lugar de Dios. El verdadero ministerio es el don y poder del Espíritu de Dios, no la designación humana. ... Creo yo que el «Concepto del Clérigo» es el pecado contra el Espíritu Santo en esta dispensación. No quiero decir con esto que alguien lo esté cometiendo voluntariosamente, sino que la cosa en sí misma es así con respecto a esta dispensación, y tiene que resultar en su destrucción. La sustitución de otra cosa en lugar del poder y de la presencia de aquel Espíritu santo, bendito y bendiciente, es el pecado que caracteriza a esta dispensación.»
Posteriormente, muchos han sido llevados a emitir un juicio similar y, aceptando el carácter autoritativo de la Palabra de Dios, se han separado de todo lo que no es conforme a ella.
Este procedimiento está notablemente establecido como un tipo en Éxodo 32 y 33. El pueblo de Dios, en aquel tiempo, se había separado ya de aquello que se correspondía con el mundo (Egipto), pero había caído en el pecado de idolatría al adorar el becerro de oro. Dios mismo había sido desplazado en las mentes y en los afectos de Su pueblo; Su ira había ardido contra ellos, y había hablado a Moisés de consumirlos. Frente a todo esto, Moisés (un hermoso tipo de Cristo) se puso en pie a la entrada del campamento, y llamó a todos los que estuvieran del lado del Señor a que acudieran a su lado. Pero se precisaba de algo más que el reconocimiento de la autoridad del Señor; porque el propósito del corazón se había de traducir en un movimiento concreto, y Moisés procedió a levantar la Tienda de Reunión fuera del campamento. La puerta quedaba abierta así para que todo el que buscara a Jehová saliera a Él allí.
Toda esta instrucción tipológica es transportada a nuestra dispensación, y queda muy conmovedoramente vinculada con la muerte de Cristo, como se dice en Hebreos 13:12, 13: «Por lo cual también Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta. Salgamos, pues, a él, fuera del campamento, llevando su vituperio». ¿Podría acaso ninguna exhortación afectar más a una conciencia sensible?
Así, el primer paso tiene que ser tomado en relación con el Señor mismo. La separación tiene que ser a Él y con la disposición a caminar, si es necesario, en solitario. Pero la palabra en Timoteo sigue diciendo: «sigue la justicia, la fe, el amor y la paz, con los que de corazón limpio invocan al Señor» (2 Timoteo 2:22). Al entrar en un camino recto según los principios divinos, el creyente es contemplado como encontrando de inmediato a otros que invocan al Señor de puro corazón. Así pueden caminar juntos en los vínculos de una comunión feliz y santa, y por cuanto este camino está claramente abierto a todos los creyentes que estén dispuestos a reconocer la instrucción escrituraria de 2 Timoteo, es posible y correcto decir que no se ha tomado ningún terreno sectario. Es de gran importancia reconocer esto, porque el establecimiento de una nueva secta o sistema sólo añadiría a la confusión y negaría la verdadera unidad de la iglesia de Cristo. Los que caminan de esta manera no pretenden ser «la» iglesia, sino que tratan de andar a su luz, reconociendo que «el fundamento de Dios está firme» y que lo sigue estando, y que todo lo que Pablo estableció de manera pública (y a lo que se refirió como «mandamientos del Señor») sigue estando en existencia. Aunque en medio del pueblo de Dios se han hallado el error y el fracaso, todos los principios divinos que gobiernan la asamblea en lo externo y en lo interno pueden funcionar hoy en día en la práctica a pesar del estado de debilidad.
Es por la aceptación de un camino de separación de todo lo que no es consecuente con la verdad de Dios, o de donde se estorba la libertad del Espíritu Santo, que los cristianos de hoy pueden encontrar el camino divino de salida de toda la admitida confusión y que pueden en consecuencia conocer el gozo de estar a disposición del Señor Jesús y de tener parte en la alabanza y el culto de Dios en la asamblea.
Se dan hoy en día todas las indicaciones de que estamos en los días finales de la cristiandad. La iglesia está muy cercana al final de su peregrinación aquí en la tierra y está a punto de ser arrebatada para encontrarse con el Señor en el aire. El santo privilegio de ministrar gozo a Su corazón en este que es aún el tiempo de Su rechazamiento ya ha casi acabado. Los días de dar testimonio de un Cristo rechazado en la tierra y de un Cristo exaltado en la gloria pronto habrán acabado. La historia pública está a punto de consumarse y la cristiandad profesante —como abominable para el Señor— está para ser escupida de su boca. Que cada lector cristiano examine su corazón, su posición y sus asociaciones a la luz de estos hechos solemnes, porque, ¿cuál debería ser la posición de los que desean guardar la palabra del Señor y no negar Su nombre? Es para éstos que se da la provisión de la gracia del Señor: «He aquí, he puesto delante de ti una puerta abierta (Ap 3:8). Las instrucciones en la Escritura son claras y explícitas; ¿tenemos nosotros el deseo y el valor de caminar de acuerdo con ellas?


APÉNDICE
NOTA 1.— Parece que hay una buena justificación para decir que «Constantino era pagano de corazón, y cristiano sólo por motivos militares». Su bandera imperial, que exhibía de manera destacada el símbolo de la cruz, llevaba también en oro la imagen del emperador, y estaba dispuesta para ser objeto de culto tanto para los soldados paganos como para los cristianos. Además, aunque reconocido como cabeza de la iglesia, nunca renunció al título de «sumo pontífice» de los paganos. Volver al texto
NOTA 2.— Para dar al lector una cierta idea de lo que significaba el interdicto papal en Inglaterra en las Edades Oscuras, será de utilidad la siguiente cita tomada de Miller: «En un momento cesaron todos los oficios divinos por todo el reino, excepto el rito del bautismo y de la extremaunción. Desde Berwick hasta el Canal de la Mancha, desde Land's End hasta Dover, se cerraron las iglesias, callaron las campanas; el único clero que podía verse caminar de incógnito y en silencio era el que iba a bautizar a niños recién nacidos o a oír las confesiones de los moribundos. Los muertos eran echados de las ciudades, y eran sepultados como perros en algún lugar sin consagrar, sin oraciones, sin que doblaran las campanas, sin ritos funerarios. Sólo podrán juzgar de la naturaleza del interdicto papal los que consideren cuán plenamente la vida de todas las clases estaba afectada por el ritual y por las ordenanzas diarias de la iglesia. Todos los actos importantes eran llevados a cabo con el consejo del sacerdote o del monje. Las festividades de la iglesia eran las únicas fiestas que se celebraban, las procesiones de la iglesia los únicos espectáculos, y las ceremonias de la iglesia las únicas diversiones. El hecho de no oír ni oraciones ni salmodias, de suponer que el mundo iba a quedar rendido a la influencia desenfrenada del maligno y de sus malos espíritus, sin santo que intercediera ni sacrificio para detener la ira de Dios, cuando no había una sola imagen expuesta a la contemplación, y todas las cruces estaban cubiertas por un velo; ... se había roto del todo la relación entre Dios y el hombre; las almas eran dejadas en la perdición, o bien se les administraba de mala gana la absolución justo en el momento de la muerte. Y, para inspirar un pavor y fanatismo más profundo, los cabellos debían ser dejados crecer y la barba sin afeitar, había quedado prohibido el uso de la carne, e incluso se habían prohibido las salutaciones ordinarias». (Miller, Church History, Vol. II, pág. 445.) Volver al texto
NOTA 3.— La total dependencia de Lutero de Dios quizá nunca se vio de manera más notable que durante las horas que precedieron de inmediato a su defensa delante de la Dieta de Worms. Su oración en aquella ocasión, oída casualmente y registrada por un amigo, la citamos aquí de la Historia de D'Aubigné: «¡Oh Dios Omnipotente y Eterno! ¡Cuán terrible es este mundo! ¡He aquí que abre la boca para tragarme, y yo ... confío tan poco en ti! ... ¡cuán débil es la carne y cuán poderoso es Satanás! ¡Si es en el poder de este mundo en lo único que puedo confiar, todo ha terminado! ... ¡mi última hora ha llegado, ha sido pronunciada mi sentencia! ... ¡Oh Dios! ¡Oh Dios! ... ¡Oh Dios! ¡Ayúdame Tú contra toda la sabiduría del mundo! Haz esto; deberías hacerlo ... sólo Tú ... porque ésta no es mi obra, sino la tuya. Nada tengo yo que hacer aquí, ¡nada por lo que luchar contra estos grandes del mundo! Desearía que mis días pasaran pacíficos y felices. Pero la causa es tuya ... y es una causa justa y eterna. ¡Oh Señor, ayúdame! ¡Dios fiel e inmutable! No pongo mi confianza en hombre alguno. ¡Sería en vano! Todo lo que pertenece al hombre es incierto; todo lo que viene del hombre fracasa. ... ¡Oh Dios, mi Dios ¿No me oyes? ... Dios mío, ¿acaso estás muerto? ... ¡No, Tú no puedes morir! ¡Tú sólo te ocultas! ¡Tú me has escogido para esta obra. Lo sé bien! ... Obra, oh Dios, entonces. ... Quédate a mi lado por causa de tu amado Jesucristo, que es mi defensa, mi escudo y mi castillo fuerte. ¡Señor! ¿Dónde estás! ... ¡Oh, Dios mío! ¿dónde te encuentras? ... ¡ven! ¡ven! ¡Estoy dispuesto! ... Estoy listo para poner mi vida por tu verdad ... paciente como un cordero. Porque ésta es la causa de la justicia —¡es tu causa! ... ¡Nunca me separaré de ti, ni ahora ni para la eternidad! Y aunque todo el mundo estuviera lleno de demonios, —aunque mi cuerpo, que sigue siendo obra de tus manos, fuera muerto, fuera estirado sobre el suelo y despedazado, ... reducido a cenizas ... ¡mi alma es tuya! ¡Sí! Tengo la certidumbre de tu palabra. Mi alma te pertenece. Para siempre morará contigo. ... ¡Amén! ... ¡Oh Dios! ¡Ayúdame! ... Amén». (D'Aubigné, History of the Reformation, Vol. II, pág. 242.) Volver al texto
NOTA 4.— El comentario del mismo Lutero acerca del papel jugado por Melancton en la Reforma Alemana es digno de ser citado. Dice él: «Yo he nacido para ser un rudo polemista; yo limpio el terreno, arranco los hierbajos, lleno los hoyos y allano los caminos. Pero edificar, plantar, sembrar y regar, adornar el país, le pertenece, por la gracia de Dios, a Felipe Melancton». Volver al texto
NOTA 5.— Calvino mantuvo que los sufrimientos de Cristo en vida subieron a Dios para obrar justicia por expiación y que Su vida, lo mismo que Su muerte, e incluso Su sufrimiento, en sus palabras los tormentos del infierno, fueron necesarios para consumar nuestra justicia. Al escribir así, es probable que tratara de distinguir la muerte corporal del Señor de Su sufrimiento por lo que se debía al pecado y a los pecados en el justo juicio de Dios. Calvino también consideraba a los creyentes como justificados antes de nacer, y que la fe simplemente les daba el conocimiento de ello. Los comentarios de J. N. Darby acerca de Calvino son interesantes. Dice él: «Puedo ver en Calvino una claridad y un reconocimiento de la autoridad de la Escritura que le libró a él y a aquellos a los que él enseñó (aun más que a Lutero) de las corrupciones y supersticiones que habían abrumado a la cristiandad, y por medio de ella a las mentes de la mayoría de los santos». Volver al texto
NOTA 6.— Una característica destacable del avivamiento evangélico en el siglo dieciocho fue el gran número de himnos que se escribieron por aquel tiempo, como por ejemplo: «Al contemplar la asombrosa cruz», de Isaac Watts, 1707; «Amor divino, que a todos sobrepuja», de Carlos Wesley, 1747; «Roca de la Eternidad», de A. M. Toplady, 1775; «Dios se mueve de forma misteriosa», de W. Cowper, 1779, y «Cuán dulce el nombre es de Jesús», de John Newton, 1779. Volver al texto


ÍNDICE DE NOMBRES APARECIDOS
EN ESTA SINOPSIS HISTÓRICA
Adriano
Agustín de Canterbury
Antonio
Arrio
Atanasio

Badby, John
Beckett, Tomás
Bellet, J. G.
Bernardo, Abad
Booth, William

Calvino, Juan
Carey, Guillermo
Carlomagno
Carlos II
Carlos V
Catalina de Aragón
Cipriano de Cartago
Cobham, Lord
Columba
Constantino el Grande
Coverdale, Miles
Cranmer, Tomás
Cronin, Edward

Darby, John N
Darwin, Charles
D'Aubigné, Dr. J. H. Merle
de Bruys, Pedro
de Montfort, Simón
Diocleciano
Domingo

Eduardo VI
Elisabet, Reina
Enrique, emperador de Alemania
Enrique II
Enrique IV
Enrique VIII

Farel, Guillermo
Francisco I

Gregorio Magno
Gregorio VII
Groves, Anthony N.
Guillermo, Príncipe de Orange
Guiscard, Robert

Hamilton, Patrick
Hildebrando, véase Gregorio VII
Hooper, Obispo
Hughes, Thomas
Huss, Juan

Ignacio
Inocencio III

Jacobo II
Jerónimo de Praga
Juan sin Tierra, Rey
Justino

Keble, J.
Kingsley, Charles

Latimer, Hugh
Luís el Gentil
Lutero, Martín

Lyell, Sir Charles
Mahoma
María, Reina
Maurice, F. D.
Melancton, Felipe
Neander, Dr. August
Nerón
Newman, J. H.

Pelagio
Perpetua
Policarpo
Pusey, E. B.

Sajonia, Elector de
Shaftesbury, Lord
Somerset, Duque de

Tetzel, Juan
Timoteo
Tyndale, William

Urbano
 
Waldo, Pedro
Wesley, Carlos
Wesley, Juan
Wessel, George
Whitefield, Jorge
Wigram, G. V.
Wilberforce, William
Wishart, George
Wittembach, Thomas
Wolsey, Cardenal
Wycliffe, Juan

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HISTORIA DE LA IGLESIA


HISTORIA DE LA IGLESIA

–––––––––––––
UN BOSQUEJO
UNA BREVE SINOPSIS DE
LA HISTORIA PÚBLICA DE LA IGLESIA

G. H. S. PRICE
Traducción del inglés:
Santiago Escuain



PREFACIO

El objetivo de esta sinopsis sigue siendo el de siempre, esto es, presentar de una manera tan breve y concisa como lo pueda permitir un tema tan amplio, un bosquejo de la historia pública de la iglesia desde Pentecostés hasta nuestros días. No pretende en ningún sentido competir con las obras existentes acerca de este tema, pero puede resultar de utilidad para aquellos que, deseando este conocimiento, puedan verse con dificultades para obtener los libros, y todavía más dificultad para encontrar el tiempo para leerlos.
No se pretende originalidad alguna, porque se han empleado libremente todos los datos, y en algunos casos las mismas expresiones, procedentes de los escritos de otros. Sin embargo, se ha tenido gran cuidado para asegurar la exactitud de todo lo que se expone, y para impedir impresiones erróneas debidas a lo condensado de este relato.
Ciertos hechos o citas que tienen que ver con el tema pero que difícilmente podrían formar parte de la Sinopsis central, han sido añadidos en forma de Apéndice, y se han insertado en el texto las notas refiriéndose a ellos.
Finalmente, se podrá observar que en ocasiones se emplea la palabra asamblea en lugar de iglesia.Es una traducción literal del griego original, que realmente significa un grupo de personas llamadas afuera. Este término no admite equívocos con ningún edificio material.
Wembley.G. H. S. PRICE


HISTORIA DE LA IGLESIA
La historia de la iglesia, que abarca casi 2.000 años, constituye un tema que nadie sino sólo el Espíritu Santo de Dios puede recopilar. Los hechos en los que tal historia debería basarse sólo los conoce Aquel que, en humilde gracia, ha estado aquí en la tierra todo el tiempo manteniendo en la asamblea un testimonio de la verdad según la revelación de Dios. En medio de las glorias crecientes y menguantes de la iglesia, Él ha sido, por una parte, el dolorido Testigo de cada paso de alejamiento y de decadencia, y, por la otra, el Manantial interior de cada sentimiento espiritual en pos de Dios, y la Fuente vivificadora de cada fase de recuperación y avivamiento. Con precisión divina, Él ha evaluado lo que es de verdadero valor, al ser capaz de distinguir entre lo que es de Dios y lo que es del hombre.
Es la incapacidad de llevar esto a cabo, así como la imposibilidad de penetrar más allá de lo que el ojo puede ver o que el oído puede oír, la que ha limitado las actividades de todos los historiadores humanos.
Si se tiene presente esta importante reserva, se puede decir que se han hecho muchos excelentes intentos para registrar la historia pública de la iglesia, y en esto nos ayudan las mismas Sagradas Escrituras. Por ejemplo, J. N. Darby (refiriéndose a las cartas a las siete iglesias en Asia, que aparecen en Apocalipsis 2 y 3), dijo: «No me cabe duda de que esta serie de iglesias es de aplicación como historia al estado moral sucesivo de toda la iglesia: las cuatro primeras se refieren a la historia de la iglesia desde su primera decadencia hasta su actual condición bajo el Papado; las últimas tres son la historia del Protestantismo».
Este marco histórico dado por Dios ha permitido a piadosos historiadores seguir las varias fases a través de las que ha pasado la Iglesia de Dios; aunque está claro que las últimas cuatro fases corren simultáneamente. En estos discursos, la iglesia es contemplada en su posición de responsabilidad en el mundo, como testigo público de Cristo. Como tal, está sujeta a fracasos y consiguientemente cae bajo la reprensión de Cristo por su infidelidad.
Las persecuciones comenzaron el 64 d.C.
Es evidente, leyendo las epístolas de la Escritura, que la decadencia y el fracaso ya se habían introducido incluso en los tiempos de los apóstoles. No sólo Pablo tiene que decir en su segunda epístola a Timoteo que todos los de Asia lo habían abandonado, sino que el Señor, dirigiéndose al ángel de la asamblea de Éfeso —la primera de las siete— dice: «Has dejado tu primer amor». Esta decadencia fue seguida poco después por un tiempo de intensa persecución. Comenzó en el reinado de Nerón y por su instigación, y prosiguió durante casi tres siglos. Es destacable que durante este período la historia ha registrado diez persecuciones generales distintas, lo que puede tener que ver con la palabra del Señor a la segunda asamblea — Esmirna: «Tendréis tribulación por diez días».
Se puede también hacer referencia de pasada al temprano cumplimiento de la palabra del Señor acerca de la destrucción de Jerusalén. El 70 d.C. la ciudad fue devastada por el general romano Tito, y se ha dicho que más de un millón de personas murieron en el asedio y en la terrible guerra civil que al mismo tiempo estaba desatada dentro de sus murallas.
Es innecesario en una sinopsis como esta entrar en los detalles de las diez primeras persecuciones o registrar la larga historia de los mártires cuya sangre sirvió para regar la simiente del evangelio. Hombres y mujeres, viejos y jóvenes, sufrieron igualmente en muchas partes de Europa y Asia. Además de la mayoría de los apóstoles y de otros hombres de Dios mencionados en las Escrituras, como Timoteo, destacan de manera preeminente los nombres de Ignacio, Policarpo, Justino y Perpetua entre los muchos cuya fidelidad inalterable a Cristo les procuró la palma del martirio. Una y otra vez, con terrible ferocidad, se descargaron los poderes del infierno contra la iglesia, pero ésta prosperó en medio de la persecución, y, en lo principal, los períodos de calma que hubo entre las tormentas dieron evidencia de la expansión del evangelio. Los esfuerzos por aniquilarlo fueron terribles e implacables, pero las puertas del infierno no iban a prevalecer, y muchos miles de almas que habían estado buscando en vano descanso para sus corazones en las mitologías de Roma y de Egipto se declararon seguidores gustosos de Cristo.
Decadencia en aumento de la iglesia
Sin embargo, fue tras una persecución de aproximadamente doscientos años que los elementos de decadencia y alejamiento de la verdad comenzaron a profundizar en la iglesia, y la fidelidad de los mártires resplandeció tanto más sobre el oscuro fondo de la decadencia de la gloria de la iglesia. La causa de la decadencia —y en verdad podríamos decir que la causa de toda decadencia— residía en el hecho de que la iglesia había perdido de vista su puesto de santa separación del mundo. Su temprana simplicidad estaba volviéndose rápidamente cosa del pasado, y la mano del hombre estaba llevando a cabo ruinosos cambios en la dirección de sus asuntos.
Clero y laicos
Además, la distinción entre el clero y los laicos —largo tiempo sugerida por los principios del judaísmo— estaba surtiendo sus malos efectos en la iglesia. Los obispos y diáconos vinieron a ser una orden sagrada, y, en contra de todas las enseñanzas de las Escrituras, se les comenzó a dar un lugar preeminente. Los acontecimientos que condujeron al establecimiento de un orden sagrado dentro de la iglesia son considerados aquí, para que el lector pueda ver los comienzos de lo que ahora se ha desarrollado como un vasto sistema jerárquico. Los apóstoles establecieron ancianos —dando sin dudas su reconocimiento formal a aquellos que ya habían sido capacitados por el Espíritu de Dios; pero después que los apóstoles hubieron muerto, los supervisores [episkopoi, u obispos], que habían sido designados por los apóstoles para llevar a cabo una obra necesaria, y no meramente para tener una posición oficial, comenzaron a arrogarse para sí mismos el derecho exclusivo de enseñar y de administrar la Cena del Señor. Así, a comienzos del siglo segundo, ya existían en Asia Menor los tres cargos permanentes de obispo, presbítero y diácono. Al transcurrir el tiempo, estos hombres fueron asumiendo más y más de control y liderazgo sobre la iglesia y sus actividades, y los miembros ordinarios de la asamblea fueron reducidos a la posición de someterse a este control. Así, algo que era al principio una cosa más o menos informal y temporal se desarrolló a cargos fijos y permanentes. Entonces lo que llego a ser la base de la autoridad fue no la capacitación continuada por el Espíritu Santo, sino la posesión de un oficio eclesiástico.
Ignacio, ya a principios del siglo segundo, combinó las dos ideas de unión con Cristo como condición necesaria para la salvación, y de la iglesia como cuerpo de Cristo, y enseñó que nadie podía ser salvo a no ser que fuera miembro de la iglesia. Estrechamente relacionados con esta idea de que la iglesia era la única arca de salvación había los sacramentos, o medios de gracia, de los que el bautismo y la Eucaristía eran los dos ejemplos destacados. En relación con estos sacramentos surgió también la teoría del sacerdotalismo clerical: esto es, que los sacramentos sólo podían ser celebrados o administrados por hombres ordenados de manera regular para este propósito. Así el clero, en distinción a los laicos, vino a constituirse en un sacerdocio oficial, y a éstos se los hizo depender enteramente del clero para conseguir la gracia sacramental sin la que, según se enseñaba, no había salvación. Aunque Ignacio había negado la validez de la Eucaristía administrada con independencia del obispo, fue Cipriano de Cartago quien, posiblemente no por designio, fue finalmente el campeón de la causa episcopal.
Una vez quedó establecida la distinción entre el clero y los laicos, vemos una multiplicación de los oficios de la iglesia y la introducción de otros que nunca fueron contemplados en la Escritura. Estas actuaciones pueden haber servido para lograr un orden externo en la iglesia —y la verdad es que la necesidad del mismo fue de manera principal la causa de estas innovaciones— pero reprimieron la libre expresión de la vida espiritual y de la fe, y negaron el principio fundamental del cristianismo: que «hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, el cual se dio a sí mismo en rescate por todos.»
El inevitable resultado de todo esto fue que el Espíritu Santo dejó de recibir el puesto que le correspondía de derecho en la iglesia. Los obispos cristianos estaban aceptando puestos en la corte y buscaban recibir la gloria del mundo, mientras que comenzaban a aparecer ostentosos templos para la exhibición de la religión cristiana. Cosa más grave todavía, los cristianos pronto invitaron la intervención del poder civil en los asuntos de la iglesia, y lenta pero seguramente comenzó a hacerse más evidente el fatal vínculo con el mundo.
La décima persecución, el 303 d.C.
La décima y final persecución bajo la cruel mano de Diocleciano fue indudablemente la más asoladora de todas. Todo el poder del Imperio Romano se combinó en un esfuerzo desesperado, no sólo para suprimir totalmente las Escrituras, sino para exterminar todo rastro de cristianismo de la tierra. Este terrible y definitivo conflicto entre el paganismo y el cristianismo, aunque añadió nuevos capítulos de gloria a los registros de los mártires, que iban aumentando, no llegó a impedir la germinación de las semillas de corrupción que se habían sembrado por la vinculación con el mundo.
Constantino el Grande
Así, es quizá comprensible que Satanás escogiera este momento para cambiar su forma de ataque, y a comienzos del siglo cuarto empezó el período eclesial de Pérgamo, en el que el león se transformó en serpiente, y en el que los adversarios de fuera dieron lugar a los seductores desde dentro. Constantino el Grande era en esta época el César de Roma, y se mostró abiertamente como protector de la nueva religión —hecho tan significativo como inesperado. Naturalmente, lo que siguió fue que la posición de los cristianos pasó inmediatamente de una de intensa persecución a otra de supremo favor; y ello hasta el punto en que se veía al mismo Emperador de Roma presidiendo los concilios de la iglesia.
La unión de la Iglesia y el Estado, 313 d.C.
Pronto se hizo sentir el pernicioso efecto de esta primera unión entre la Iglesia y el Estado. Constantino no aceptaba otra autoridad más que la suya, y recurría a medidas violentas para hacerla obedecer. Se puede dar un ejemplo de esto. Un hereje destacado, llamado Arrio, expuso un credo religioso que negaba la deidad de Cristo. Enseñaba él que el Señor había sido creado por Dios como todos los otros seres, y que, consiguientemente, no era coeterno con Dios. Los obispos cristianos denunciaron esta doctrina, con razón, como una horrible blasfemia; Arrio y sus seguidores fueron excomulgados por la iglesia, y la posesión y difusión de sus escritos fueron declaradas pecados capitales. En cambio, Constantino consideró la herejía una mera minucia, y ordenó promulgar un edicto imperial mandando que los herejes excomulgados fueran restaurados a la comunión de la iglesia. Fue Atanasio, obispo de Alejandría, el que discernió el verdadero peligro en las enseñanzas de Arrio, y se resistió firmemente a esta intervención. Estaba totalmente dispuesto a resistirse a la orden del emperador y a sufrir persecución y destierro por su defensa de esta gran verdad central del cristianismo: la deidad del Señor Jesús. En el Concilio de Nicea, en el año 325, la deidad de Cristo recibió sanción oficial, y fue formalmente enunciada en el original Credo Niceno.
El Edicto de Milán, 313 d.C.
A pesar de muchos y lastimosos fallos, se debe admitir que Constantino hizo muchas cosas de gran valor en su tiempo, y que su legislación en general da evidencia de la silenciosa acción de principios cristianos. (Nota 1.) Él fue el responsable de la redacción del famoso Edicto de Milán —a veces llamado la Carta Magna de la Cristiandad. Concedía a los cristianos una libertad total y absoluta para el ejercicio de su religión. Sería difícil encontrar un mayor contraste que el que se observa entre la posición de la iglesia al principio y al final del reinado de Constantino. Como bien ha dicho Miller: «La encontró encarcelada en minas, mazmorras y catacumbas, y excluida de la luz del cielo; y la dejó en el trono del mundo». Sin embargo, ello fue en cumplimiento de la profecía inspirada: «Yo conozco tus obras, y dónde moras, donde está el trono de Satanás» (Ap 2:13).
El comienzo de las Edades Oscuras
La herejía de Arrio fue sólo uno de muchos intentos de Satanás durante el siglo cuarto y quinto para corromper la verdad. Por ejemplo, surgió un hombre llamado Pelagio negando la total corrupción de la raza por la transgresión del primer hombre, y enseñó que nacemos en inocencia, quedando por ello excluida la necesidad de la gracia divina. En muchos casos, Dios suscitó soberanamente a hombres que combatieran estas malas doctrinas, pero la gloria de la iglesia iba desvaneciéndose constantemente, y estaba introduciéndose el terrible período de las Edades Oscuras. El testimonio de un Cristo rechazado en la tierra y exaltado en el cielo —que habría brillado con tanto resplandor en los días de los mártires— estaba ahora perdiéndose rápidamente, porque el verdadero carácter de los cristianos como extranjeros y peregrinos se había desvanecido con su amalgamación con el mundo. Además, por cuanto la confesión del cristianismo era considerada como una vía segura para la riqueza y el honor, todas las categorías y clases solicitaban el bautismo, mientras que muchos trataban de unirse al orden sagrado del clero con los motivos más mezquinos.
La caída del Imperio Romano
Es significativo que en esta época, el Imperio Romano, que había también estado en una larga decadencia, iba a llegar también a sus días más negros. Hordas bárbaras comenzaron a desparramarse desde todos los lados, y tres veces la misma antigua ciudad de Roma estuvo a merced de los invasores. Finalmente, se lanzaron dentro de la ciudad como langostas, dejando sólo ruina y desolación tras ellos. Así fue el terrible final de Roma. No fueron los cristianos entonces los que fueron objeto de las persecuciones. En realidad, apenas si se les tocó, y en todo lugar se respetó a los obispos. Sin embargo, no se reconoció demasiado la mano de Dios en esto, y la vida de los miembros del clero era notoriamente mala. En la misma Roma la condición de la iglesia estaba tan deprimida que el obispado llegó a ser, en una ocasión, objeto de contención, y dos candidatos, en su lucha por el cargo, no tuvieron escrúpulos en acusarse mutuamente de los más graves crímenes.
El surgimiento del monasticismo
Fue en medio de esta confusión y manifiesta decadencia que surgió el monasticismo. Antonio, natural de Egipto, tuvo el dudoso honor de ser el primer monje. Los eremitas ya habían existido antes de él, pero él fue el primero en adoptar la vida enclaustrada y en retirarse de manera absoluta del mundo. Hay pocas dudas de que era verdaderamente cristiano, y un tiempo de persecución lo sacó de su retiro para compartir los peligros de sus hermanos. El monasticismo se extendió rápidamente, y antes del final de aquel siglo todos los lugares desérticos del mundo cristiano estaban punteados por monasterios y conventos. No hay duda alguna de que de estas instituciones surgieron muchas cosas buenas. A menudo demostraron ser un verdadero refugio para los enfermos, los pobres y los viajeros. Además, en el silencio de sus celdas, los primeros monjes copiaron y preservaron así muchos de los antiguos escritos, incluyendo las mismas Sagradas Escrituras. Todas estas instituciones, tan esparcidas, estaban bajo el control de los obispos; pero los monjes eran reconocidos sólo como legos por la iglesia. A finales del siglo quinto apelaron al Papa de Roma, pidiéndole permiso para ponerse bajo su protección, petición a la que él accedió bien dispuesto, porque estaba bien familiarizado con las riquezas e influencias de ellos. Así fue que los monasterios, abadías, prioratos y conventos quedaron sujetos a la Sede de Roma.
La división del Imperio Romano resultó finalmente en la división de la iglesia, que quedó prácticamente completa hacia finales del siglo sexto, pero que fue consumada de manera oficial y definitiva sólo en el 1054. Las mitades oriental y occidental, la iglesia Católica Griega y la Católica Romana, emprendieron así cada una su camino por separado.
El surgimiento del Papado
Con el siglo sexto comienza el período de Tiatira de la historia de la iglesia; en otras palabras, el papado de las Edades Oscuras. Nos lleva al tiempo de la Reforma, aunque, naturalmente, el Romanismo mismo prosigue hasta la venida del Señor. Este estado está caracterizado por la admisión y tolerancia pública en la iglesia de lo que es burdamente malo e idolátrico, como lo sugiere el mensaje al ángel de la iglesia en Tiatira: «Toleras que esa mujer Jezabel, que se dice profetisa, enseñe y seduzca a mis siervos a fornicar y a comer cosas sacrificadas a los ídolos. Y le he dado tiempo para que se arrepienta de su fornicación, pero no quiere arrepentirse de su fornicación» (Ap 2:20, 21).
Ya se ha hecho referencia a la buena obra de Constantino, pero el triste efecto fue que la iglesia se sintió más inclinada a poner su confianza en el emperador de Roma que en su Cabeza viva en el cielo. Pero nunca podía haber una total amalgamación de las dos partes; o bien el estado o bien la iglesia debían asumir la preeminencia, y por un tiempo la iglesia se contentó con tomar el puesto subordinado. Con la muerte de Constantino comenzó la lucha por la supremacía, y los obispos de Roma presentaron atrevidamente sus pretensiones al gobierno universal de la iglesia como sucesores de San Pedro. Es significativo el hecho, que además expone los errores de raíz del papado, de que aunque los nombres de los primeros obispos de Roma puedan ser conocidos en la historia, el orden en el que se sucedieron unos a otros no es conocido. Además, los obispos de Antioquía y de Alejandría (las respectivas capitales de las divisiones asiática y africana del Imperio, así como Roma lo era de la europea) eran reconocidos y estaban a la par con el obispo de Roma.
Gregorio Magno
Gregorio Magno fue el único Papa destacable en el siglo sexto. Fue un hombre piadoso, y fue responsable del envío de un grupo de monjes misioneros a Inglaterra, encabezados por Agustín. Fueron recibidos amistosamente, y comenzó una gran obra evangelística, aunque el evangelio había sido predicado en las Islas Británicas mucho antes que llegaran Agustín y sus monjes. A pesar de que este período vio varias otras actividades misioneras, que indudablemente llevaron a la conversión de muchas almas, las cosas estaban volviéndose más oscuras por todas partes, y el poder corruptor de Roma estaba creciendo de manera alarmante.
Prosigue la decadencia de la iglesia
Fue en esta época que se estableció la abominable idea del purgatorio, mientras que la sencillez del culto cristiano quedaba sepultada bajo la pompa del ritual. Las tinieblas que se cernían sobre la cristiandad fueron espesándose con el paso de los años, y a principios del siglo séptimo la ignorancia del clero y la superstición del pueblo habían llegado a ser asombrosas. La Biblia era muy poco leída, la lengua griega había quedado casi olvidada, y muchos del clero eran incapaces de escribir sus propios nombres. La soberbia y la codicia del clero se introdujo en los monasterios, y no es una exageración decir que muchos de estos lugares llegaron a ser un nido de vicios. Pero, ¿quién podrá sorprenderse de este estado de cosas cuando se considera el ejemplo dado por los Papas, cuya arrogancia y ambición parecía aumentar a diario? Su ambición carecía de límites, y ningunos medios eran demasiado bajos para alcanzar sus fines, y antes de mucho tiempo hicieron suyo el título de «Obispo Universal» por autoridad imperial. Así, quedó sólidamente puesto el fundamento sobre el que se edificaron todas sus pretensiones posteriores.
La autoridad imperial, dada al Papa
Sin embargo, el Papa de Roma, aunque era el dictador supremo en la iglesia, seguía sometido al poder civil, hecho que resultó extremadamente irritante y del que varios Papas sucesivos intentaron liberarse. Con este objetivo, y para lograr nuevos convertidos a su causa, Roma patrocinó varios grupos misioneros. Aunque algunos de estos esfuerzos fueron indudablemente bendecidos por Dios, es de observar que el evangelio fue predicado en su mayor pureza por hombres fuera del seno de la iglesia de Roma.
Los misioneros de Iona
Bien puede mencionarse en este contexto el nombre de Columba. Con un puñado de otros cristianos, zarpó de Irlanda en el 565, y desembarcó en la isla de Iona, frente a la costa occidental de Escocia. Durante muchos años el monasterio que fundó allí fue considerado la luz del mundo occidental, y docenas de fieles misioneros salieron de él para llevar el evangelio a cada rincón de Europa.
El surgimiento del islam
En el año 612 apareció Mahoma, el falso profeta de Arabia, en la escena de la historia del mundo. No es éste el lugar para entrar en la larga historia del islam. Su doctrina fundamental queda expresada en el bien conocido dogma de su fundador: «No hay más dios que el verdadero Dios, y Mahoma es Su profeta». Esta religión, tal como se expone en el Corán, es una peligrosa mezcla de verdad y fábulas, pero su pecado clamoroso reside en su negación de la deidad de Cristo.
No es ni necesario ni provechoso dedicar mucho tiempo a la historia de la iglesia durante los siglos octavo, noveno y décimo. El poder papal fue creciendo constantemente, junto con su ritual e idolatría. Es extraño que este hecho sólo sirviera para ahondar la enemistad entre el emperador y el Papa. El primero, alarmado por los avances del islam, cuyo propósito expreso era la exterminación de la idolatría y la afirmación de la unidad de Dios, comenzó una campaña contra el culto a las imágenes. El segundo, totalmente apoyado por los obispos y el clero, sancionó el culto a las imágenes, y amenazó excomulgar de la iglesia a todos los que no se conformaran a este culto. Esta lamentable actitud empeoró cuando un emperador cedió en la cuestión del culto a las imágenes, uniendo sus fuerzas a las del errado Papa, y estableciendo la idolatría como la ley de la iglesia cristiana.
Otro de los muchos malignos inventos de este período fue la doctrina de la transubstanciación, con la que se expresó que el pan y el vino de la Eucaristía son realmente convertidos en el cuerpo y en la sangre de Cristo. Cegada por los errores cumulativos de la superstición, Roma estaba dispuesta a ser extraviada, y el dogma de la transubstanciación fue pronto reconocido como una doctrina central y esencial.
Las tinieblas de las Edades Oscuras
Nunca fue más aplicable la expresión «ciegos guías de ciegos» que durante este período. El clero, en su mayor parte, vivía en un estado de letargo espiritual y de indulgencia viciosa, sin exceptuar a los obispos; en realidad, era en el obispo supremo, el papa de Roma, donde la iniquidad encontró su culminación. Sus vidas, incluso registradas por sus propios historiadores, muestran, bajo una luz espeluznante, los pasos descendentes hacia la gran apostasía. Ningún pecado era demasiado vil que no lo pudiera perpetrar el ocupante del trono papal, ni parecía haber inquietud alguna por las cualidades del que lo debiera ocupar. En cierto tiempo se afirma que fue incluso ocupado por una mujer y, posteriormente, por un blasfemo joven inmoral de dieciocho años. En los años justo anteriores a la Reforma reinaron dos Papas simultáneamente, pretendiendo cada uno de ellos ser el representante de Cristo en la tierra, y acusándose el uno al otro, ante el mundo, de falsedad, perjurio y de los más nefastos propósitos secretos.
Testigos fieles en las Edades Oscuras
En medio de toda esta terrible negrura, es alentador para el corazón registrar que Dios nunca se dejó sin testimonio, y que la que ha sido llamada la «hebra de plata de la gracia de Dios» puede ser seguida con una fiel continuidad a través de todo el tiempo de las Edades Oscuras. Luis el Gentil, un hijo de Carlomagno, un verdadero cristiano, aparece destacado en este contexto. Fue instrumento para la introducción del evangelio en Dinamarca y Suecia. El evangelio fue también llevado por diversos medios, escogidos soberanamente por Dios, a los noruegos, rusos, polacos, húngaros y búlgaros.
Las ambiciones del Papa Gregorio VII
Con la elección de Hildebrando al trono papal en el año 1073, la secular aspiración de la iglesia de Roma por conseguir el dominio universal de todo el mundo iba a recibir un cumplimiento parcial. Las ambiciones de Hildebrando —que asumió el nombre de Gregorio VII— carecían de límites, y lo mismo casi podría decirse de los medios malvados e implacables que usó para satisfacerlas. Su deseo era organizar un inmenso estado eclesiástico cuyo gobernante fuera supremo sobre todos los gobernantes de la tierra. Y Gregorio no vaciló en la supresión de todas aquellas costumbres que él considerara que le estorbaban en la consecución de su audaz plan. Entre las más visibles de estas supresiones fue su prohibición del matrimonio para el clero, cosa que trajo gran desgracia a millares de hogares.
La lucha de Gregorio con Enrique IV
Su intento de suprimir el privilegio secular de reyes y emperadores de escoger sus obispos y abades le hizo chocar de inmediato con Enrique IV, Emperador de Alemania. La negativa de Enrique de someterse a éste y a otros decretos del Papa enfurecieron tanto a este último, que tuvo la audacia de ordenar al emperador que compareciera ante él en Roma, y, cuando este llamamiento fue rechazado, el encolerizado Gregorio pronunció la excomunión del emperador de la iglesia. Al mismo tiempo, se le declaró depojado de su reino y sus súbditos fueron absueltos de sus juramentos de lealtad. Los supersticiosos temores de la gente, ya suscitados por el interdicto papal, fueron adicionalmente agitados por renovados embates del Vaticano, y estalló la guerra civil. El poder de Gregorio aumentó mientras el de Enrique menguaba, hasta que el desdichado monarca, abandonado por casi todos sus súbditos, rogó humilde el perdón del Papa. Éste trató de manera tan insensible al arrepentido emperador que el resultado fue una acerba venganza. Enrique encontró pocas dificultades para reunir un ejército de simpatizantes que condujo a Roma. Logró entrar en la ciudad, deponer a Gregorio, y poner a otro Papa en su lugar. El encarcelado Gregorio pidió ayuda inmediatamente a Robert Guiscard, un gran guerrero normando. Pronto se reunió un gran y abigarrado ejército, y, a pesar de todos los ruegos del clero y de los laicos para que Gregorio se aviniera a un acuerdo con Enrique, el Papa se mantuvo impávido. Estaba incluso dispuesto a ver la más terrible carnicería en Roma antes que rendir sus exaltadas pretensiones de que el emperador «entregara su corona y diera satisfacción a la iglesia». Tan pronto como Gregorio fue liberado de su encarcelamiento por el triunfo de Guiscard, entabló de nuevo una lucha contra Enrique, pero su muerte impidió el estallido de aquella tormenta.
Las Guerras Santas — 1094—1270
Hacia finales del siglo undécimo, Satanás cambió de táctica. El papado había ganado poco con su lucha contra el emperador, y una cuestión a resolver era cómo el poder espiritual podría lograr un dominio total sobre el temporal. Las nuevas tácticas que el enemigo sugirió, por medio del genio malvado de Roma, fueron las Guerras Santas. Las ocho Cruzadas que constituyen las Guerras Santas se extendieron por todo el siglo doce y gran parte del trece. Aunque totalmente fallidas por lo que respecta al propósito para el que fueron instigadas, la parte que tuvieron en el desarrollo de la iglesia de Roma justifica alguna referencia a sus motivaciones y desarrollo.
El objeto de las Cruzadas
Habían llegado quejas de Tierra Santa por las afrentas y ultrajes sufridos por peregrinos al Santo Sepulcro, y el Papa Urbano no tardó mucho en darse cuenta de que Europa podría ser sangrada y agotada si se organizaban expediciones con el aparente motivo de rescatar el sepulcro de Cristo de manos de los infieles turcos. Esto le posibilitaría impulsar sus pretensiones temporales de una manera que ningún Papa había podido antes de él, porque los turbulentos barones y poderosos príncipes estarían fuera de su camino, y no habría nadie que se le pudiera oponer. Este plan, diabólicamente astuto, tenía una apariencia de justicia y de piedad, y los corazones de miles por toda Europa fueron atraídos por él. Se basaba en un emocionalismo y superstición sin frenos, y estaba rematado por una blasfema oferta papal de absolución de todos los pecados para todos los que tomaran armas en esta sagrada causa, y la promesa de la vida eterna a todos los que murieran en el intento.
La Primera Cruzada, 1094
En estas condiciones, no es sorprendente que una enorme horda de sesenta mil guerreros estuviera pronto lista para emprender la primera cruzada a Palestina. Aquella expedición estaba condenada al fracaso, y ni siquiera llegó a Tierra Santa, aunque dos terceras partes de aquel número murieron en el empeño. Los supervivientes fueron reorganizados un año más tarde y, después de una larga y sangrienta lucha, los cruzados lograron asaltar Jerusalén. La carnicería que siguió fue indescriptible, y la matanza de setenta mil mahometanos fue considerada como una buena obra cristiana.
La Segunda Cruzada, 1147
La segunda cruzada, unos cincuenta años después de la primera, fue planificada de manera mucho más cuidadosa. El número de participantes aumentó a más de novecientos mil hombres. Incluía (tal como era la intención original de Roma) dos emperadores —los de Francia y Alemania—, una hueste de sus nobles, y estaba apoyada por la riqueza y el poder de las naciones.
La predicación de Bernardo
La predicación de esta cruzada había sido confiada al famoso abad Bernardo de Claraval, cuya gran elocuencia y peso moral fue indudablemente útil para lograr tan gran número de los que se pusieron bajo la bandera de la cruz. Pero esta cruzada, como la primera, fue un fracaso miserable y humillante, y se estima que cerca de un millón de vidas se perdieron en la empresa.
La cruzada de los niños, 1213
No es necesario dar detalles de las cruzadas posteriores, aunque se puede hacer una referencia incidental de que entre la quinta y la sexta cruzada, hubo otra compuesta totalmente por niños, organizada por un muchacho pastor. Es triste registrar que este patético intento de conquistar a los infieles cantando himnos y rezando oraciones tampoco tuvo más éxito que las otras, y un gran número de los noventa mil niños que emprendieron la cruzada murieron de hambre o fatiga, o fueron vendidos como esclavos. Las mismas causas irrazonables y antiescriturarias, aunque galvanizadoras, y los mismos resultados desastrosos, se hacen evidentes en cada una de las expediciones, ello a pesar del hecho de que durante doscientos años fueron la fuente de una enorme riqueza y poder para la iglesia, y de incalculable miseria, ruina y degradación para las naciones de Europa.
San Bernardo y el monasticismo
Aunque la última cruzada nos lleva al año 1270, tenemos que retroceder cien años, y referirnos brevemente a la expansión de la vida monástica, en particular bajo la influencia de San Bernardo, abad de Claraval. Su predicación, que precedió a la segunda cruzada, y que ya ha sido mencionada, fue sólo una de sus muchas actividades. Por medio siglo apareció como líder y rector de la cristiandad —el oráculo de toda Europa. Aunque la idea del monasterio había existido desde los tiempos de Antonio, ya hacía ochocientos años, no hay duda de que el interés en el monasticismo fue sumamente estimulado durante la vida de Bernardo. A él mismo se le atribuye la fundación de ciento sesenta monasterios esparcidos por Francia, Italia, Alemania, Inglaterra y España. La vida en estos monasterios era extremadamente severa. Obrando bajo la piadosa pero engañada suposición de que cuanto más alejados estuvieran de los hombres, tanto más cerca estarían de Dios, los monjes se infligían a sí mismos todo tipo de tortura y sufrimiento. Bernardo sobresalía en esto, y pasaba el tiempo en soledad y en el diligente estudio de las Escrituras. El efecto del sistema monástico en general sobre el pueblo en las Eras Oscuras tiene que explicar su buena disposición a creer cualquier cosa que les dijera un monje, especialmente sobre el bien o el mal, sobre el cielo o el infierno, y el monasterio era incluso considerado como la puerta del cielo. Por engañado que estuviera Bernardo, y a pesar de lo que registra la historia de negativo en sus acciones, no se puede dudar que era un verdadero creyente. En realidad, su vínculo con el Señor tiene que haber sido real y de gran valía para él, o nunca hubiera podido escribir este himno:
¡Jesús! sólo en ti pensar
De deleite el pecho llena;
Pero más dulce será tu rostro ver
y en tu presencia reposar.
Detalles como éstos confirman la anterior referencia a la ininterrumpida hebra de plata de la gracia de Dios. Sin embargo, no se debe dar la impresión de que todos los monasterios llegaban a la norma de los que estaban bajo el control de Bernardo, ni que la condición de estos últimos se mantuvo igual tras su muerte. En general, las condiciones en ellos era lamentablemente mala.
Testigos fieles en el siglo doce
A pesar de esto, el siglo doce vio las actividades de otros hombres piadosos además de Bernardo, y constituye un ejemplo trágico del poder cegador del papado el hecho de que Bernardo considerara generalmente a estos fieles testigos como herejes. De entre estos pretendidos herejes se pueden mencionar en particular a Pedro de Bruys y a Pedro Waldo. Sus actividades fueron similares en cuanto a que denunciaron abiertamente la corrupción de la iglesia dominante y los vicios del clero. Waldo fue el que llegó más lejos de los dos. No sólo renunció a aquel sistema religioso como anticristiano, sino que predicó el sencillo evangelio, y, al traducir los Evangelios a la lengua del pueblo, puso la Biblia en manos de los laicos, hecho éste que provocó el interdicto del Papa, excomulgándolo de la iglesia.
Tomás Beckett y el papado en Inglaterra
La sinopsis del desarrollo histórico del siglo doce no estaría completa sin una breve mención de la larga pendencia entre Enrique II de Inglaterra y Tomás Beckett, Arzobispo de Canterbury. De hecho, se trataba del viejo conflicto entre la Iglesia y el Estado, la misma batalla que había sido librada entre Enrique de Alemania y el Papa Gregorio, pero que esta vez se daba en suelo inglés. Tomás Beckett, un inflexible vasallo de Roma, se opuso violentamente a los deseos del rey de poner a raya el crecimiento del poder papal en Inglaterra, y no vaciló en actuar como traidor contra el rey para alcanzar sus fines. Esto se hizo evidente cuando Enrique y sus barones establecieron un código para la protección de sus súbditos de las arbitrariedades del clero. Beckett, inmediatamente después de haber puesto su firma a estas leyes, las violó apelando a Roma, y luego, bajo la promesa de la indulgencia papal, rehusó reconocerlas en absoluto. Siguió a esto una larga y acerba lucha entre Enrique y Beckett, pero este último, renunciando a todos sus títulos y cargos oficiales, y retirándose a la posición de un monje austero y mortificado, pronto se ganó las simpatías de las gentes supersticiosas. Y así sucedió que cuando Beckett fue asesinado, más o menos por inducción del rey, que el rey fue acusado de tirano irreligioso, y Beckett recibió culto como santo martirizado. Este desafortunado incidente y la consiguiente humillación del rey, que tuvo que dirigirse en humilde peregrinaje a pie a la tumba de Beckett para ser allí azotado por los bien dispuestos monjes, hizo mucho por extender por Inglaterra la dominante influencia de Roma.
La maldad de los sacerdotes
En este tiempo, las condiciones en la iglesia profesante parecían estar degenerando, si ello fuera posible, hasta mayores profundidades. Clérigos de todo rango estaban lanzados a la lucha por la riqueza y el poder. La masa del pueblo era sumamente ignorante, y carente casi totalmente de espiritualidad. Menospreciando la educación, estaban a merced de los sacerdotes, que veían el valor de la ignorancia, y que buscaban, por todos los medios, limitar sus conocimientos. Se ha dicho con razón que Inglaterra, en el siglo doce, estaba gobernada por los sacerdotes. Los monasterios se habían convertido en palacios en los que los señoriales abades podían dar sus suntuosos agasajos y darse a sus culpables amores, protegidos por el fuerte brazo de Roma. El astuto sacerdote podía pretender agitar la llave de San Pedro en el rostro de su contrario, y amenazarlo con excluirlo del cielo y encerrarlo en el infierno si no obedecía a la iglesia. Era su pretendida santidad y su malvada perversión de las Escrituras lo que les daba tal poder sobre los ignorantes y los supersticiosos. Además, desde el emperador hasta el campesino, todo el interior del corazón de cada hombre y mujer pertenecía a la iglesia de Roma y estaba abierto al sacerdote. Ninguna acción, apenas si un pensamiento, eran escondidos al padre confesor. Los sacerdotes vinieron a ser así una especie de policía espiritual ante la cual cada hombre estaba obligado a informar contra sí mismo. Las terribles amenazas de excomunión de la iglesia y de las penas eternas del infierno obligaban al más soberbio corazón a entregar todos sus secretos. Luego, el dogma igualmente malvado y relacionado de las indulgencias, por el cual los pecados eran remitidos mediante una contribución a la tesorería de la iglesia sin necesidad del penoso o humillante proceso de la penitencia, trajo inmensas riquezas a las manos de los culpables sacerdotes. Y aquí se debe añadir lo dispuestos que estaban los sacerdotes a cometer crímenes mucho más graves que aquellos de los que con desgana absolvían a los cegados laicos. Pero si los sacerdotes regían al pueblo, el Papa regía a los sacerdotes. Todos le estaban sometidos, y tanto más cuanto que durante aquel tiempo se presentó de manera destacada el dogma de la infalibilidad papal. La «Bula de Infalibilidad» afirmaba que el Papa como cabeza de la iglesiano podía errar cuando enunciara solemnemente, como vinculantes para todos los fieles, una decisión sobre cuestiones de fe o de moral.
La culminación del poder papal
El siglo trece se distingue comúnmente como la era dorada de la gloria pontificia. En este siglo iba a cumplirse la gran ambición de los papas sucesivos desde el siglo quinto en adelante de establecer el trono de San Pedro por encima de todos los otros tronos. Fue el gran Papa Inocencio III, que poseía una astucia diabólica, el que sobrepasó los logros de todos sus predecesores y logró el dominio sobre los reyes de la tierra. No podemos siquiera mencionar los sucios medios de que se sirvió para alcanzar sus fines, ni hablar de los años de asesinatos y guerras con que alcanzó su meta. Los coronados sacerdotes de Roma se movieron con una mano maestra y con la aplicación infatigable de toda la maquinaria del papado, para que él mantuviera y consolidara la absoluta soberanía de la Sede de Roma. Durante este tenebroso período, Inglaterra iba a caer más que nunca bajo el férreo dominio de Roma.
Inglaterra bajo el interdicto papal
Tanto fue ello así que otro enfrentamiento entre el rey y el primado llevó a que toda Inglaterra quedara bajo el interdicto papal. (Nota 2.) Todas las actividades de la iglesia se suspendieron hasta que el interdicto quedara levantado, y Juan, Rey de Inglaterra, hubiera sido depuesto del trono, yesto por orden del Papa. Entonces, y como si esto no fuera suficiente, el Papa ofreció el trono vacante ¡al rey de Francia! Roma, como la mujer de Apocalipsis 17, estaba en verdad cumpliendo la profecía divina de que «reina sobre los reyes de la tierra».
Inglaterra se rinde a Roma, 1213
Juan, el rey depuesto, fue al principio rebelde y desafiante, pero más tarde se vio obligado a inclinarse humilde ante el Papa, e Inglaterra se rindió abiertamente a Roma. Esto tuvo lugar el 15 de mayo de 1213. ¡Pobre Juan! Había sido el más despreciable tirano que jamás se sentara en el trono de Inglaterra, y no pudo sobrevivir mucho tiempo a este fatal acontecimiento. Murió en 1216 (sólo unas pocas semanas después que el mismo Papa Inocencio), y murió, como ha dicho otro, «con un carácter sin redimir por una sola virtud solitaria».
Una nueva persecución contra los cristianos
Otra de las actividades de Inocencio fue emprender una violenta persecución contra las prédicas de Pedro de Bruys y de Pedro Waldo. Éstas habían dado un fruto maravilloso, hasta el punto de que se podían hallar seguidores de ellos en casi cada país de Europa. La persecución, conducida principalmente por el notorio Simón de Monfort, cayó primero sobre los cristianos del sur de Francia. Miles y miles fueron brutalmente asesinados en el distrito de Languedoc. Se debe observar que éste no era un ejército de la iglesia saliendo en santo celo contra los paganos, los mahometanos o los negadores de Cristo, sino la iglesia profesante misma contra los verdaderos seguidores de Cristo, contra aquellos que reconocían Su deidad y la autoridad de la Palabra de Dios. Esto era algo nuevo en los anales de la cristiandad; pero la inexpugnable obra de Dios salió a la luz exactamente de la misma manera en que había aparecido mil años antes en la fidelidad de los mártires. En un lugar los ejércitos papistas encontraron un número de cristianos, hombres y mujeres, orando y esperando pacíficamente su fin. Cuando se les presentó la doctrina de Roma como la única alternativa a la muerte, contestaron a una voz: «Nada queremos saber de vuestra fe; hemos renunciado a la iglesia de Roma. En vano os esforzáis, porque ni la muerte ni la vida nos hará renunciar a la verdad que mantenemos». También es interesante registrar que muchos de los valdenses y albigenses, como se les llamaba, huyeron a otros países, de manera que, por la gracia de Dios, el verdadero evangelio fue predicado en casi todos los rincones de la cristiandad.
La Inquisición
Fue al comienzo de estas guerras que fue fundada la Inquisición, el más terrible de los tribunales de este mundo, por influencia de Domingo, un monje español que había tenido parte destacada en la persecución contra los cristianos en el sur de Francia. Al principio su actividad era secreta, pero en el año 1229 fue reconocida públicamente su gran utilidad en la detección de los herejes, y el concilio de Toulouse la constituyó como institución permanente. Se ordenó que se establecieran inquisidores laicos en cada parroquia para detectar a los herejes, con plenos poderes para que entraran y registraran todas las casas y edificios, y para someter a los sospechosos a cualquier examen que consideraran necesario. La lectura de la Palabra de Dios fue públicamente prohibida por Roma, e incluso su posesión era considerada como un crimen capital. Este terrible tribunal fue introducido gradualmente en los Estados Italianos, en Francia, España, y en otros países, pero nunca se permitió su entrada en las Islas Británicas. No podemos aquí entrar en los detalles de la Inquisición. Es cosa harto sabida que las acciones más negras, la tiranía más arbitraria y las crueldades más inhumanas que jamás ennegrecieran los anales de la humanidad se perpetraron bajo la blasfema pretensión de que los inquisidores estaban manteniendo piadosamente los derechos de Dios en la iglesia.
Estamos ahora aproximándonos al profundamente interesante período de la Reforma, cuando no sólo el soberbio edificio de Roma iba a ser desafiado, sino también sacudido hasta sus mismos cimientos. La importancia de la Reforma y el puesto que ocupa en la historia de la iglesia hace necesario entrar en ella con más detalle que hasta ahora en esta historia.
El albor de la Reforma
Parece característico de los caminos de Dios que Él permita que el mal llegue a su culminación antes de intervenir en juicio. Lo cerca que llegara el mal de su colmo en el siglo quince sólo lo sabe el Juez de toda la tierra. Todo el sistema parecía irremisiblemente corrompido, mientras que el Papa (que prefiguraba al hombre de pecado) estaba casi usurpando el puesto de Dios. Que quedara suspendido el juicio divino sobre tal escena para que la luz de la Reforma la iluminara es verdaderamente una muestra culminante de la longanimidad y gracia de Dios. Aunque la luz plena del día del reformador iba a resplandecer en la persona de Martín Lutero en los primeros años del siglo decimosexto, los primeros rayos pálidos del amanecer se vieron claramente más de cien años antes del nacimiento de Lutero. Una obra tan tremenda no podía llevarse a cabo en un momento, y Dios estaba preparando constantemente el camino para ella debilitando el poder del Papa sobre los gobiernos humanos, y en general sobre las mentes de las gentes, suscitando hombres capaces e íntegros para denunciar los males de Roma.
Dos pontífices en guerra entre sí
Fue para esta época que reinaron simultáneamente dos Papas, pero el antagonismo entre ellos llegó a tal punto que el pontífice de Roma proclamó la guerra contra el pontífice de Aviñón. Esta insultante inconsecuencia, junto con la terrible matanza que siguió, debilitó más la influencia del papado, empleando así Dios un elemento desintegrador dentro del campo del enemigo para acelerar su caída.
Juan Wycliffe
Juan Wycliffe ha sido con justicia descrito como la Estrella Matutina de la Reforma. De hecho, fue el primer reformador de la cristiandad, el Lutero de Inglaterra. Pero no había llegado todavía el tiempo del avivamiento. Sus mordientes críticas contra Roma, en las que no vaciló en tildar al Papa de Anticristo, atrajeron sobre su cabeza un torrente de anatemas.
La traducción de la Biblia al inglés, 1380
Pero Wycliffe era amado por el pueblo. Se interesaba en el bienestar de las gentes, les predicaba el sencillo evangelio, y tradujo la Biblia a un lenguaje que podían comprender. Para el tiempo de su muerte en 1384 sus seguidores eran conocidos por el nombre de lolardos, se habían hecho muy numerosos, y se encontraban entre todas las clases de la sociedad. Negaban la autoridad de Roma y mantenían la total supremacía de la Palabra de Dios. Como podía esperarse, una vez se desencadenaron las acciones del Vaticano (porque los frailes habían dado información al Papa en cuanto a lo que estaba sucediendo), no iban a detenerse hasta la supresión de los incorregibles herejes.
Persecuciones contra los Lolardos
La accesión de Enrique IV al trono de Inglaterra le dio a Roma su oportunidad. Engañado por los testimonios falsos de los frailes acerca de pretendidas prácticas revolucionarias de los lolardos, Enrique consintió que fueran perseguidos violentamente; desde aquel momento, y durante casi un siglo, ardieron las hogueras de la persecución en Inglaterra. Se pueden mencionar específicamente los nombres de John Badby y de Lord Cobham entre los que sufrieron fielmente el martirio durante aquel período.
Juan Huss y el avivamiento de Bohemia, c. 1400
Pero en tanto que la obra de Dios estaba siendo consolidada de esta manera, en lugar de exterminada, por la persecución desatada en Inglaterra, estaba surgiendo una notable obra de avivamiento en Bohemia, particularmente en las personas de Juan Huss y de Jerónimo de Praga. Ambos confesaron abierta y denodadamente su simpatía por todo lo que Wycliffe había escrito, y fueron a su vez acusados como herejes y quemados. El martirio de ellos, en lugar de limpiar Europa de las herejías de Wycliffe, inflamó las mentes del pueblo bohemio, de manera que se desató una guerra civil. Pero incluso esto resultó para bien, porque tuvo como resultado en un gran crecimiento de los llamados husitas. Hubo otros a los que Dios suscitó durante este período, como John Wessel, el tenor de cuya enseñanza estaba opuesto a los caminos y máximas de Roma. Según iba aproximándose la Reforma, se multiplicaban las voces que proclamaban la verdad.
Las primeras Biblias impresas
Antes de llegar a la historia de Lutero, podemos mencionar la impresión de la Biblia en este crítico período de la iglesia. La invención de la imprenta y la fabricación de papel a partir de trapos viejos durante la última parte del siglo quince resultó en la impresión y circulación de copias de la Biblia. Los traductores comenzaron entonces su trabajo, y la Biblia fue traducida por reformadores individuales a varias lenguas en el curso de unos pocos años. Así, apareció una versión italiana en 1474, bohemia en 1475, holandesa en 1477, francesa en 1477, y española en 1478, como si fueran heraldos de la inminente Reforma.
Martín Lutero
Es tarea difícil dar un breve sumario de la vida y multiformes actividades de Martín Lutero de modo que se pueda dar un justo tributo a su gran obra y preservar, al mismo tiempo, un equilibrio en cuanto a sus faltas. «Veo en Lutero,» escribió J. N. Darby, «una energía de fe por la que millones de almas debieran estar agradecidas a Dios. Y yo puedo en verdad decir que lo estoy». No pueden abrigarse dudas de que nadie ha sido más usado por Dios durante todo el período entre la muerte de los apóstoles y la recuperación de la verdad de la asamblea en la primera parte del siglo diecinueve.
El estado de la iglesia en la época de la Reforma
Se tiene que recordar que en la época del surgimiento de Lutero, la malvada introducción por parte de Roma de un plan de salvación basado en penitencias o indulgencias, en lugar de la doctrina de la justificación por la fe, había llegado a unas proporciones espantosas, y daba enorme provecho a aquella culpable iglesia. Estos ingresos pasaban por las manos de los sacerdotes en cada ciudad y pueblo, y en la mayoría de los casos la maldad e inmoralidad de los sacerdotes mismos era notoria. Por ello, difícilmente puede sorprenderse nadie ante la insatisfacción que se extendía rápidamente en los corazones de hombres de todas clases. En el lado positivo, el testimonio fiel de los precursores había dejado una impresión tan indeleble que miles de almas piadosas tenían una premonición de que iba a tener lugar algún gran avivamiento. Todo lo que se necesitaba era un hombre que fuera suscitado por Dios para conducir, aconsejar y controlar, y estas cualidades estaban personificadas en Lutero.
Los primeros días de Lutero
Lutero, en cumplimiento de un voto para consagrar su vida al servicio de Dios, dejó la universidad a los 22 años y se hizo monje. Su diligente estudio de las Escrituras lo llevó a su profunda convicción de pecado, y trató repetidas veces, pero en vano, de reformar su vida. Sus esfuerzos y mortificaciones fueron tan fervientes e intensos como infatigables, pero no surtieron efecto, e incluso lo aproximaron a las puertas de la muerte. Lutero estaba ciertamente aprendiendo lo amargo de aquella falacia que pronto sería llamado a destruir. Pero no estaba destinado a permanecer oculto en un oscuro convento. Después de haber estado dos años en el claustro, fue ordenado sacerdote, y un año después de esto fue nombrado profesor de filosofía en la Universidad de Wittenberg. Fue entonces que surtió en su alma un poderoso efecto el famoso texto «el justo por la fe vivirá». Cuando resplandeció la luz divina en Lutero, y se convirtió verdaderamente a Dios, era todavía un esclavo de Roma, y no fue hasta haber visitado la ciudad papal que comenzó a darse cuenta de sus corrupciones y a ser sacudido de su adhesión a ella. El mal y la profanidad que Lutero observó en Roma hicieron una profunda impresión en él. Volvió a Wittenberg lleno de dolor e indignación y continuó refutando fielmente el error entonces prevalente de las iglesias de que los hombres podían, por sus obras, merecer la remisión de los pecados. La firmeza con la que Lutero se apoyó en las Sagradas Escrituras impartió una gran autoridad a su enseñanza, y se hizo evidente que no se podía seguir evitando el fatal choque con Roma.
Lutero condena abiertamente las indulgencias, 1517
Este choque fue ocasionado por la visita a Wittenberg de John Tetzel, un notorio traficante en indulgencias. «Os daré cartas,» decía Tetzel, «todas debidamente selladas, mediante las que incluso los pecados que tenéis la intención de cometer os serán perdonados. No hay pecado tan grande que no pueda ser remitido con una indulgencia. Sólo pagad bien, y todo os será perdonado». Así era la malvada y blasfema enseñanza de Tetzel, y en pocas ocasiones encontró a hombres suficientemente ilustrados, y más raramente aún suficientemente valerosos, para enfrentarse con él. Lutero, sin embargo, no dudo un momento en condenar a este osado impostor, y, no satisfecho con sus prédicas públicas, fue tan lejos como para clavar sus famosas tesis en la puerta de la iglesia de Wittenberg. No sólo sirvieron estas tesis para denunciar y condenar la inicua práctica de las indulgencias, sino que también se profesó por primera vez la doctrina evangélica de la remisión gratuita de los pecados, sin ayuda alguna de ninguna absolución humana. Esto tuvo lugar el 31 de octubre de 1517. El efecto fue electrizante, y las noticias se esparcieron como un incendio por toda Europa. Se tiene que observar, sin embargo, que Lutero distinguía entre el dogma de las indulgencias y la enseñanza general del papado. Estaba convencido de que lo primero era erróneo; pero no estaba liberado aún en cuanto a lo segundo. Por esto, sus tesis tienen todavía un fuerte sabor de catolicismo. Este hecho explica la aparente indiferencia con la que Roma recibió las primeras noticias de Wittenberg y el hecho de que transcurrieran casi tres años antes que Lutero recibiera la bula de excomunión del Papa. Lo que tuvo lugar en el alma de Lutero durante este período quizá nunca se sabrá. Fue objeto de muchos ataques, mientras que desde todas partes se lanzaban contra él vituperios y acusaciones; incluso sus más entrañables y fieles amigos expresaban sus temores y desaprobación ante su actuación. Él había esperado que se unirían a él los dirigentes de la iglesia y los más distinguidos académicos, pero todo fue de manera muy distinta a lo que se había imaginado. Se sintió solo en la iglesia y solo contra Roma. No es sorprendente que se sintiera agitado y desalentado y que comenzaran a formarse dudas en su mente. Tal como él mismo escribió después: «Nadie puede saber lo que sufrió mi corazón durante aquellos dos primeros años, la desesperanza en que me hundí ... porque en aquel tiempo desconocía muchas cosas que ahora, gracias a Dios, conozco».
Lutero excomulgado en 1520
Pero la buena mano de Dios estaba detrás de todo ello, porque la gran obra que Él había comenzado no iba a ser torcida por un desaliento temporal del agente humano que Él había escogido soberanamente para su promulgación. Al resplandecer más luz en el alma de Lutero, su fe y aliento aumentaron, y se hizo más evidente su distancia entre su enseñanza y la de Roma. Gracias al sabio consejo del Elector de Sajonia, verdadero amigo de Lutero desde el comienzo hasta el final, fue esquivado un llamamiento para hacerle comparecer ante el Papa en Roma. Esta doble herejía ocasionó el desencadenamiento de la tormenta, pero su fe en sus propias convicciones era entonces tan fuerte que cuando finalmente llegó la bula de excomunión, Lutero la quemó públicamente, y declaró que el Papa era el Anticristo.
La Dieta de Worms, 1521
Roma parecía impotente, y, dándose cuenta de la gravedad de aquel desafío, apeló al poder temporal, a Carlos V, Emperador de Alemania, para que suprimiera a aquel problemático hereje. Pero la solitaria voz de Wittenberg no iba a ser fácilmente silenciada, porque para este tiempo la mayor parte de Alemania estaba de corazón con Lutero. Además, sus escritos estaban extendiéndose rápidamente en todas direcciones, y parecía como si Europa estuviera esperando el resultado de la inminente confrontación. Aunque advertido por muchos de sus amigos y por masas del común de la gente, Lutero, poniendo sin embargo su confianza en Dios, decidió acudir a la Dieta de Worms, para responder allí, delante del mismo Carlos, de las acusaciones que habían sido presentadas contra él. Inmutable delante del emperador y de toda una corte de duques, príncipes, condes y obispos, Lutero habló con una calmada dignidad que sólo podía provenir de mucha lucha privada en oración con Dios. (Nota 3.) Reconoció, de manera sencilla, el montón de escritos sobre la mesa como suyos propios, y rehusó retractarse de ellos.
Lutero denuncia a Roma
Pero Lutero no podía limitarse a una mera defensa de lo que ya había escrito. En los términos más duros e irrefutables denunció públicamente todo el sistema del papado e incluso apeló al emperador para que no permitiera que sus súbditos se dejaran seducir por tal sistema. «No puedo,» añadió Lutero, «someter mi fe ni al Papa ni al concilio, porque está tan claro como el mediodía que ambos han errado frecuentemente y se han contradicho entre sí. ... Aquí estoy. Nada más puedo hacer. ¡Que Dios me ayude. Amén!»
Para profundo disgusto de Roma, Carlos pareció quedar influido por la fe genuina del reformador, y tan sólo consintió a un edicto de destierro. Su propio temor a Roma le impidió hacer menos. Habiendo de esta manera perdido su presa, el malvado poder de Roma trató de asesinar a Lutero, pero el buen Elector de Sajonia lo protegió, y, durante la temporal calma que siguió, Lutero, como preso dentro de la seguridad del castillo de Wartburg, pudo dedicar su atención a la traducción de la Biblia.
Zuinglio y la Reforma Suiza
Mientras todo esto sucedía en Alemania, se estaba gestando otra obra de Dios igualmente notable y totalmente independiente en otro lugar de Europa. Tuvo lugar en Suiza, y el instrumento escogido por Dios fue Ulrico Zuinglio, que era sacerdote de Roma. Lo mismo que Lutero, Zuinglio había abierto los ojos pronto a los lamentables males del papado, y, simultáneamente con esto, gracias a la sabia enseñanza del célebre Thomas Wittembach, aprendió la importante doctrina de la justificación por la fe, y se dio cuenta, para su asombro, de que la muerte de Cristo era la única redención de su alma. Al profundizar en este conocimiento mediante el cuidadoso estudio de las Escrituras, Zuinglio expresó abiertamente sus ideas acerca de las cuestiones eclesiásticas, y miles iban a oírle. Su mensaje era nuevo para sus oyentes, y él lo expresaba en un lenguaje que todos podían comprender, y el pleno y claro evangelio que él predicó tuvo resultados eternos. Era grande su fe en el poder convertidor de la palabra, aparte de cualquier esfuerzo del hombre por explicarla, mientras que sus respuestas apacibles y modestas a menudo desarmaban a sus adversarios. A este respecto, contrasta notablemente con el rudo y tormentoso Lutero. Se debería observar que Zuinglio comenzó a predicar el evangelio un año antes que el nombre de Lutero hubiera siquiera llegado a Suiza, de modo que, como dijo él mismo, «no fue de parte de Lutero que aprendí la doctrina de Cristo, sino de la Palabra de Dios».
Diferencias entre Lutero y Zuinglio
Sin embargo, había una interesante diferencia entre las enseñanzas de estos dos destacados reformadores. Zuinglio mantuvo abiertamente que todas las observancias religiosas que no pudieran ser halladas en la Palabra de Dios, o demostradas por ella, debían ser abolidas. En cambio, Lutero, deseaba mantener en la iglesia todo lo que no fuera directa o expresamente contrario a las Escrituras. Incluso quería quedarse unido a la iglesia de Roma, y se hubiera contentado con purificarla de todo lo que estaba opuesto a la Palabra de Dios. La idea del reformador suizo era la restauración de la iglesia a su simplicidad original. No daba autoridad absoluta a nada que hubiera sido escrito o inventado desde los tiempos de los apóstoles.
Avances en Suiza
A su debido tiempo, el Papa recibió las alarmantes noticias del movimiento en Suiza, pero en lugar de hacer tronar sus anatemas contra Zuinglio, como había hecho —y seguía haciendo— contra Lutero, cambió de táctica, escribiéndole a Zuinglio una carta muy halagadora, ofreciéndole todo lo que estaba en su mano excepto el trono de San Pedro. Pero Zuinglio no desconocía las argucias de Roma, y no dejó de darse cuenta del sutil intento de acallar su voz. Al haber rechazado la mano tendida, pero engañosa, del Papa Adriano, la Reforma en Suiza fue ganando terreno, dando Dios abundantes pruebas de Su mano poderosa en la gran obra. Se aprobó un decreto para la abolición de las imágenes, fue abolida la misa, y se acordó que la Eucaristía debía ser celebrada en conformidad a su institución por Cristo. Más notable aun, y quizá el golpe más terrible de todos para Roma, fue la conversión de muchas de las monjas, y su petición al gobierno para que se les permitiera abandonar el convento. De esta manera, y principalmente como fruto de las inagotables tareas de Zuinglio, las doctrinas de la Reforma se extendieron con increíble rapidez, y al cabo de pocos años el culto reformado estaba firmemente establecido en los tres grandes centros de Zurich, Basilea y Berna.
El error de Zuinglio y su muerte, 1531
Pero lamentablemente Zuinglio pareció incapaz de esperar hasta que el poder atrayente de la gracia de Dios trajera a todo el país bajo la influencia de la fe reformada. Aunque seguía siendo un sincero cristiano y ferviente reformador, accedió a asumir el carácter de un político, lo cual, a su vez, lo llevó a tomar las armas para defender la verdad que tan querida le era a su corazón. El resultado fue desastroso. Zuinglio mismo, como capellán del ejército, cayó muerto en batalla.
Revés en Suiza
La Reforma en Suiza quedó así tan lamentablemente apartada del buen camino que la restauración del papismo comenzó de inmediato. Pero los dones y el llamamiento de Dios son irrevocables, y aunque la obra en Suiza quedó temporalmente frenada debido a la infidelidad humana, iba a ser establecida más firmemente que nunca pocos años después por medio de Juan Calvino.
La traducción de la Biblia por Lutero
Volviendo a Alemania, todo parecía llamar a Lutero a gritos. Y él oyó este clamor en la soledad de Wartburg, y no lo pudo resistir. Diez meses después de la Dieta de Worms, puso su vida en el fiel de la balanza, y aunque seguía estando bajo el interdicto del emperador (como resultado de lo cual cualquiera que lo reconociera podría prenderlo) volvió a Wittenberg. Seis meses después su traducción del Nuevo Testamento fue impresa y dada al mundo. Fue recibida con gran entusiasmo y no menos de cincuenta y tres ediciones fueron impresas sólo en Alemania durante los primeros diez años de su publicación. Con la ayuda de Melancton, el íntimo amigo y fiel colaborador del reformador (Nota 4), poco después se añadió el Antiguo Testamento, y se ha dicho que el don de Lutero a sus compatriotas de la Biblia en su propia lengua hizo más por la consolidación y dispersión de las doctrinas reformadas que todos sus otros escritos juntos.
El efecto de la Palabra de Dios en Alemania
Desde luego, aseguró que la base de la Reforma fuera la Palabra de Dios, y no meramente las palabras de Lutero. Las Sagradas Escrituras —durante mucho tiempo encadenadas más allá del alcance de las almas sedientas— eran ahora accesibles para todos. La oposición que esto suscitó en la Roma papal sólo expuso su inconsistencia, porque el poder de la Palabra tenía que ser reconocido por aquellos que en la práctica negaban su autoridad.
Las buenas nuevas de la Reforma se esparcieron por todas partes. Había llegado su hora, aunque parecía surgir una enorme oposición contra ella desde todos los rincones. De nada le sirvió a Roma lanzar sus anatemas, aunque lo hizo en inútil cólera. Sus palabras cayeron en oídos sordos y en corazones preparados por Dios para recibir en su lugar las verdades emancipadoras que la doctrina de los reformadores les dieron. Hubo predicadores arrestados, torturados y martirizados, pero de nada sirvió. La Biblia estaba en manos del pueblo, y la resistencia era inútil.
La primera Dieta de Spira, 1526
Para este tiempo, los tres príncipes más poderosos de Europa, Enrique VIII, Carlos V y Francisco I, los soberanos respectivos de Inglaterra, Alemania y Francia, se unieron en alianza con el Papa para la supresión de los perturbadores de la religión católica. Pero el consejo convocado en la Dieta de Spira tuvo un resultado inesperado. En lugar de entregar a los reformadores a discreción de Roma, ¡dio gracias a Dios por haber avivado, en su tiempo, la verdadera doctrina de la justificación por la fe! A pesar de esta derrota, y frente a muchos de sus nobles que favorecían la Reforma, el emperador de Alemania convocó tres años después una segunda Dieta de Spira, en la que exigió el sometimiento de los príncipes alemanes a la original fe católica. Pero el emperador ya no podía ejercer una autoridad suprema en cuestiones tocantes a la iglesia, y el consejo se mostró de nuevo dividido. Para llevar el asunto a una conclusión, se promulgó un decreto que incluía las exigencias del emperador, y éste fue firmado por los nobles católicos. Pero el partido reformado de la Dieta se mostró a la altura de las circunstancias, y, como un solo hombre, protestaron contra la decisión del consejo.
El comienzo del Protestantismo
Éste fue el inicio del Protestantismo y del período de Sardis en la historia de la iglesia. La Reforma había tomado forma corporativa. En la Dieta de Worms fue Lutero en solitario quien dijo «No»; pero fueron iglesias y ministros, príncipes y pueblo, los que dijeron «No» en la Dieta de Spira.
El error del Protestantismo
Se debe registrar con dolor en este momento que muchos cristianos, al escapar del papado, cayeron en el error de poner el poder de la iglesia en manos del magistrado civil, o de hacer de la misma iglesia el depositario de este poder. Ya hemos señalado la forma trágica en que esto se vio en el caso de Zuinglio. Satisfechos así acerca de su propia seguridad, pronto se establecieron en sus nuevos privilegios en un lamentable estado de inercia espiritual, recordándonos las palabras del Señor a Sardis: «Yo conozco tus obras, que tienes nombre de que vives, y estás muerto». Así, el protestantismo erró eclesiásticamente desde su mismo comienzo, porque miraba al gobernante civil como aquel en quien residía la autoridad eclesiástica. El péndulo había oscilado casi hasta el otro extremo, de manera que, en lugar de la iglesia gobernando al mundo, el mundo vino a ser el gobernante de la iglesia.
La Confesión de Augsburgo, 1530
Cuando los protestantes fueron convocados por el emperador de Alemania para que dieran cuenta de sus actividades y de sus razones para abandonar la fe católica, redactaron (bajo la dirección de Lutero y de Melancton) una clara enunciación de sus doctrinas, que fue presentada en la Dieta de Augsburgo. En los caminos de Dios, se dio a los protestantes una recepción mucho más favorable que lo que jamás se hubiera esperado, y muchos firmes partidarios de Roma tuvieron que inclinarse ante las convincentes palabras y artículos de fe de los reformadores. Esta puede ser considerada como la ocasión en la que la Reforma quedó definitivamente establecida en Alemania.
Lutero era considerado por la multitud como poco menos que un Papa, y parecería que tendía a caer bajo la influencia de ello, porque se ha dicho que al menos en una ocasión incluso sacrificó los intereses del evangelio para el mantenimiento de su propia autoridad. Además, Lutero nunca pudo liberarse enteramente de los estorbos del papado, y la doctrina de la presencia real de Cristo en la Eucaristía fue un dogma al que se aferró hasta el fin. Esto le implicó en una acerba controversia con el gran reformador suizo Zuinglio, al que la doctrina de la transubstanciación le causaba horror. Pero era demasiado terco para dejarse convencer, aunque los argumentos de Zuinglio eran claros y convincentes, e incluso rehusó estrechar la mano tendida de Zuinglio.
Los años finales de Lutero
Lutero perdió mucho por su obstinación, y casi parecía que ya se desvanecía la estrella de la vida del gran reformador; pero el Señor añadió otros quince años a la vida de Su amado —aunque frecuentemente errado— siervo, durante el cual tiempo sirvió fielmente de palabra y pluma en la consolidación de la gran obra que le había sido confiada.
La Reforma en Europa
Habiendo examinado con cierto detalle la historia de la Reforma en Alemania y Suiza, y tras haberla visto firmemente establecida en estos países bien antes de la muerte de Lutero en el 1546, es necesario hacer una mención expresa de la Reforma en algunos de los otros países de Europa. El hecho de que una obra similar surgiera en varios países distintos aproximadamente al mismo tiempo sólo añade más prueba —si es que se necesitara de pruebas— de que esta gran obra fue de Dios.
Juan Calvino
La Reforma en la Suiza Francesa ya ha sido mencionada en el contexto de su relación con Juan Calvino. Su nombre y el de Guillermo Farel están inseparablemente relacionados con la Reforma en la Suiza Francesa y en la misma Francia. Tan fiera y explícita fue la condena que Calvino hizo de Roma que fue considerado como un enemigo más peligroso e implacable que Lutero. Con un cuerpo débil y enfermizo y en una vida relativamente breve, llevó a cabo una gran obra, pero, por lo que a la verdad respecta, fue más allá que Lutero, y cayó en un error positivo, especialmente acerca de los sufrimientos de Cristo. (Nota 5.)
La persecución contra los hugonotes
En Francia, el martirio de los cristianos, o Hugonotes, como fueron llamados los protestantes franceses, fue extremadamente severo. La historia de sus sufrimientos, en particular en la noche de la terrible matanza de San Bartolomé en 1572, es bien conocida, y ésta constituye, quizá, la matanza más malvada y desalmada que jamás haya sido perpetrada, y, como se debe añadir para su vergüenza eterna, Roma mostró un estridente gozo al recibir la noticia de que 100.000 personas inocentes habían muerto.
Unas condiciones igualmente trágicas prevalecieron en otros países europeos al avanzar la Reforma, pero con los mártires del siglo dieciséis sucedió como había sucedido con los cristianos primitivos: la fidelidad de los mártires tan sólo fortaleció la obra del avivamiento.
La Reforma en Inglaterra
La Reforma en Inglaterra demanda un comentario más detallado, aunque está entretejida de manera inseparable con la historia secular de la época. Habían pasado casi doscientos años desde los tiempos de Wycliffe, pero la chispa que él había prendido nunca se había desvanecido, y, en el siglo dieciséis, iba a manifestarse como una llama resplandeciente e inapagable.
William Tyndale
La primera figura destacable después de Wycliffe en la Reforma Inglesa fue William Tyndale. Se manifestó públicamente en un momento en que el Cardenal Wolsey, un implacable representante de Roma, estaba ejerciendo una maligna influencia sobre el país. Su exhibicionismo lujoso de riqueza y ritual estaba casi introduciendo una especie de papado en Inglaterra. Sus pretensiones eran tales que en la época en que el Papa envió una bula de excomunión contra Lutero, ¡Wolsey también le envió a Lutero una suya! Pero Wolsey se excedió, porque el celo con el que denunció los escritos de Lutero sólo sirvió para atraer la atención hacia ellos, y tendió a despertar el adormecido interés de los ingleses y para prepararlos para las doctrinas de la Reforma. La obra de Tyndale, aunque de enorme significación, fue mayormente desconocida, y, al sufrir el martirio a los cuarenta y ocho años de edad, su vida de fiel testimonio no fue larga. En medio de una constante oposición, que le llevó a huir de Inglaterra, Tyndale, ayudado por su compañero reformador Miles Coverdale, finalizó una traducción de la Biblia. Su aceptación fue enorme, porque el pueblo estaba sediento de ella. En un tiempo increíblemente corto se difundieron copias desde las costas del canal hasta los límites de Escocia. En Inglaterra, quizá en mayor grado que en el Continente, la Reforma fue llevada a cabo por la Palabra de Dios. Esto es significativo, porque en Inglaterra no aparecieron hombres destacados como Lutero, Zuinglio o Calvino.
La predicación de Latimer
Sin embargo, lo que Tyndale estaba haciendo de manera silenciosa lo llevaba a cabo Hugh Latimer con sus sermones. Latimer había sido un partidario tan firme de Roma en sus primeros años que los papistas creyeron que Lutero había por fin encontrado su igual, pero cuando llegó el tiempo de Dios, la visión de Latimer quedó en el acto transformada. Convertido de manera notable durante la confesión de uno de sus penitentes que había abrazado la verdadera fe cristiana, Latimer actuó tan denodada y valerosamente en su denuncia de las doctrinas de Roma como antes lo había sido para mantenerlas. Las amenazas de los obispos fueron inútiles, y sus sermones fueron empleados para iluminar a muchas almas. Además, el mismo rey Enrique VIII, que (aunque sólo para sus conveniencias domésticas) estaba tratando de sacudirse el yugo de Roma, apoyó la predicación de Latimer. Lo superficial que era este interés de Enrique se verá más adelante; lo cierto es que tan sólo hacía pocos años lo había sometido todo al Papa, y fue el Papa quien concedió a Enrique VIII el título de «Defensor de la Fe», por haber escrito contra las doctrinas de Lutero. Sin embargo, los papistas no estaban dispuestos a dar un respiro a Latimer, y, siendo llamado ante el obispo de Londres bajo una acusación de herejía, fue excomulgado y encarcelado.
La influencia de Cranmer
Fue durante esta época que Thomas Cranmer salió a la luz pública. Aunque era superior a Latimer en erudición, le iba a la zaga en lealtad a Cristo, y pasó mucho tiempo antes que mostrara la suficiente resolución para librarse de las redes del papismo. El consejo de Cranmer a Enrique VIII con respecto a su divorcio de Catalina de Aragón le atrajo el favor del rey, y fue designado para la Sede de Canterbury. Aunque empleó su autoridad para lograr la liberación de Latimer, la obra de la Reforma no prosperó tanto como hubiera podido esperarse con Cranmer en este alto cargo. Desde luego, no apoyó la quema y la tortura de los herejes, pero era demasiado tímido para tratar de suprimir tales prácticas, que continuaron de manera alarmante. Fue el mismo Enrique el responsable de esta cruel persecución. Aunque era Romanista de corazón, y se gloriaba en todo el ritual, rehusó aceptar la supremacía del Papa, refugiándose en la posición independiente que había adoptado como cabeza de la iglesia en Inglaterra.
Enrique VIII persigue a los reformadores
El rey y el clero llegaron a un acuerdo de un carácter de lo más infame. El rey les dio autoridad para encarcelar y quemar a los reformadores siempre que ellos le ayudaran a rescatar el poder que había sido usurpado por el Papa. En 1540 esta persecución iba a recibir un nuevo empuje con la aparición de los famosos Seis Artículos. La causa ostensible de esta malvada ley era promover la unidad de los súbditos de Enrique en cuestiones de religión. En realidad, se trataba de un sutil medio para poner a los protestantes fuera de la ley. Así, lo que sucedió fue que la rotura sólo se hizo más grande. Condenaba a muerte a todos los que se opusieran a la doctrina de la transubstanciación, de la confesión auricular, a los votos de castidad y a las misas privadas, y a todos los que apoyaran el matrimonio del clero y dar la copa a los laicos. Cranmer empleó toda su influencia, e incluso arriesgó del desagrado del rey, para impedir su aprobación, pero todo en vano. El partido Romanista seguía siendo poderoso, y el temperamento del rey se hizo más violento que nunca. Latimer fue echado en la cárcel, y cientos de personas pronto le siguieron.
La benéfica influencia de Eduardo VI
Al morir Enrique VIII, Eduardo VI accedió al trono de Inglaterra con la noble ambición de hacer de su país la vanguardia de la Reforma. Como era sólo un niño de nueve años en el momento de su coronación, el Duque de Somerset —un genuino protestante— fue designado como protector del reino. El primer uso que hizo Somerset de su autoridad fue abolir los odiosos Seis Artículos, y, hecho esto, dirigió su atención a otras reformas, siendo la más significativa el levantamiento de la prohibición de la lectura de las Escrituras. El joven rey mismo no se mostró remiso a encabezar estas acciones, y no menos de once ediciones de la Biblia fueron publicadas durante su breve reinado.
Con la ejecución del Duque de Somerset y la muerte de Eduardo a la temprana edad de dieciséis años, las perspectivas para los protestantes parecían muy amenazadoras, y de manera particular cuando María accedió al trono, porque era católica fanática. Bajo la malvada conducción de algunos de los agentes de Roma, María consintió al deseo del parlamento de abolir la innovación religiosa que Cranmer y Somerset sobre todo habían introducido, y restauró el culto público en sus viejos usos.
Martirio de Latimer y Cranmer, 1555—1556
Como era de esperar, no tardó en seguir la persecución, y Latimer y Cranmer fueron quemados en la hoguera. ¡Pobre Cranmer! Timorato e inestable como siempre, falló en la hora de la prueba y negó la fe. Pero, siempre objeto del amor de Dios y de la gracia restauradora de Cristo, fue recuperado, y exhibió una fortaleza en la hora de la muerte que más que compensó por el débil testimonio de su vida de claroscuros. Pero Dios iba a intervenir en breve, y el paso de la corona de María a Elisabet señaló la restauración del protestantismo.
El establecimiento de la Reforma bajo Elisabet
Poco es el crédito que se le debe dar personalmente a Elisabet por esto. Ha sido descrita como una reina sin corazón y casi sin conciencia. Podía ser todo para todos, y a causa de su vanidad fue incluso peligrosamente parcial en favor de mucho del ritual de la iglesia de Roma. Sin embargo, lo indudable es que la Reforma quedó establecida bajo su reinado y sobre una base más firme y amplia que jamás antes.
La Reforma en Escocia
La Reforma, al llegar a Escocia, era una necesidad vivamente sentida, porque la riqueza de las órdenes monásticas se había hecho enorme, y sólo podía equipararse con la codicia y el libertinaje de los clérigos, mientras que la vida del pueblo estaba bajo la pesada carga de las exacciones de los sacerdotes. En Escocia, como en Inglaterra, la Biblia fue enfáticamente la gran maestra de la nación, aunque los nombres de Patrick Hamilton y de George Wishart siempre estarán asociados con la Reforma en aquel país. Los dos fueron intrépidos en la predicación de la verdad, y sellaron su fiel testimonio con su sangre.
Limitaciones de la Reforma
Es quizá deseable en este momento pasar a repasar muy rápidamente las limitaciones y fallos de la Reforma, siempre dando la debida honra a la notable cadena de fieles testigos que Dios suscitó para llevar a cabo aquella magna obra. La doctrina de la Reforma expuso que Cristo murió para reconciliar a Su Padre con nosotros. «Una enunciación,» como ha dicho J. N. Darby, «totalmente errónea, confundiendo el nombre de relación en bendición con Dios en Su naturaleza; enseñando lo que la Biblia no enseña, afirmando ellos que la obra de Cristo era reconciliar a Dios con nosotros, y cambiar Su mente». La verdad de la proyección del amor de Dios con la libre y espontánea acción de Su gracia y naturaleza estaba ausente de la teología de los reformadores y de sus credos. Ellos tenían que «es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado», y creían en su eficacia; pero no tenían el concepto de «porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito». Además, predicaban la justificación por la fe para la liberación de las almas, pero al establecer un sistema enseñaron que el perdón de los pecados era obtenido mediante regeneración bautismal, y luego se torturaron tratando de conciliar ambas cosas. La Reforma nunca fue más allá de la verdad de la justificación por medio de la muerte y resurrección de Cristo. La formación de la asamblea en relación con Cristo ascendido y el Espíritu Santo enviado desde el cielo, y la segunda venida de Cristo —primero para recibir a Sus santos y luego para juzgar al mundo— no fueron ni tocadas.
La aplicación de la justificación por la fe —una verdad verdaderamente preciosa en sí misma— era, naturalmente, dirigida al individuo, y este mismo hecho resultó en la transferencia de poder e importancia de la iglesia al individuo. La idea de la iglesia como dispensadora de bendición fue rechazada; y todo hombre fue llamado a leer la Biblia por sí mismo, a examinarla por sí mismo, a creer por sí mismo, a ser justificado por sí mismo, a servir a Dios por sí mismo, por cuanto debía responder de sí mismo. El pensamiento recién nacido de la Reforma —siempre correcto, pero mucho tiempo negado por el Romanismo— era, primero bendición individual, luego la constitución de la iglesia. Pero lamentablemente el verdadero concepto de la Iglesia de Dios se perdió entonces de manera total, y no fue recuperado hasta los inicios del siglo diecinueve. Hasta adonde habían llegado, los reformadores estaban en lo cierto, pero al perderse de vista el puesto y obra propios del Señor en la asamblea por el Espíritu Santo, los hombres comenzaron a unirse y a erigir unas llamadas iglesias según sus propias ideas.
Iglesias independientes
Rápidamente se iniciaron una gran variedad de iglesias o sociedades religiosas en muchas partes de la cristiandad, efectuando cada país su propia idea en cuanto a cómo debía constituirse y ejercerse el poder eclesiástico. Esta diferencia de opinión resultó en los cuerpos nacionales e innumerables cuerpos disidentes, todos independientes entre sí, que siguen viéndose por todas partes. La mente de Cristo en cuanto al carácter y la constitución de Su iglesia parece haber sido totalmente pasada por alto por los líderes de la Reforma en su insistencia en el gran principio de la fe individual.
Con este sumario en mente acerca del resultado de la Reforma, podremos narrar tanto mejor la historia de la iglesia, en particular en Inglaterra, durante los 280 años entre el establecimiento de la Reforma y la recuperación de la verdad de la asamblea a principios del siglo diecinueve.
El Concilio de Trento, 1545
Será sin embargo oportuno decir aquí que en lo fundamental el carácter del Romanismo quedó sin cambios a pesar de la Reforma. Incluso se aprovechó de las aguas revueltas, que liberaron a millones de almas de su servidumbre, para enunciar una clara confesión de su fe. Esto tuvo lugar en el Concilio de Trento, y aunque se establecieron cánones, o artículos de fe, que eran esencialmente de carácter apóstata, las decisiones doctrinales a las que se llegó en aquel tiempo han sido desde entonces consideradas como el sumario autoritativo de la fe Católicorromana.
Los Puritanos
Fue durante el reinado de Elisabet que germinó el movimiento Puritano. El partido puritano, encabezado por el obispo mártir Hooper, objetaba enérgicamente contra los hábitos y vestimentas que estaban ordenados para el culto, y muchos rehusaron ser consagrados en vestiduras llevadas por el obispo de la iglesia de Roma. Elisabet, como ya hemos mencionado, aunque opuesta al papismo, deseaba retener tanto como fuera posible de exhibición y pompa, y así surgió una considerable oposición entre la corte y el partido puritano. Estas diferencias se agravaron cuando la reina ordenó el mantenimiento de una uniformidad exacta en todos los ritos y ceremonias externas. Ello tuvo como resultado el que una multitud de ministros piadosos fueran expulsados de sus iglesias, y que se les prohibiera predicar en cualquier otro lugar.
Presbiterianos e Independientes
Frente a tanta persecución, estos puritanos excluidos se constituyeron en un cuerpo, y, con el nombre de No Conformistas, fueron aumentando rápidamente en número. Cuando las vestiduras fueron en general echadas posteriormente a un lado, desapareció la razón de la disensión, pero los puritanos posteriores fueron más lejos que sus originadores, y contendieron no sólo contra las formas y las vestiduras, sino contra la misma constitución de la Iglesia de Inglaterra. Esto tuvo como resultado la formación de dos grandes partidos, los Presbiterianos y los Independientes. Los primeros consideraban a todos los ministros en cónclave como al mismo nivel en rango y función, mientras que los últimos, repudiando a la vez el episcopado y el presbiterio, mantenían que cada congregación debía dirigir sus propios asuntos y escoger sus propios cargos, con independencia de toda autoridad humana.
Intentos de restaurar la prelatura
Con los sucesivos reinados de Carlos II y de Jacobo II, se hicieron decididos esfuerzos por restaurar la prelatura con todo su ceremonialismo papista, y cundió una gran ansiedad en cuanto a si la Reforma en Inglaterra iba a mantenerse o a caer, pero, por la gracia de Dios, el corazón de la nación era demasiado sanamente protestante para someterse, y el enemigo fue derrotado. Jacobo II abdicó, y el trono fue ocupado por María y Guillermo, Príncipe de Orange. Bajo su influencia, el trono del Reino Unido fue puesto sobre una base rigurosamente protestante, mientras que, al mismo tiempo, los fieles Convenanters escoceses iban a ver el Establecimiento Presbiteriano firmemente arraigado en su país.
Avivamientos tras la Reforma
Por cuanto la posición pública de la iglesia permanece muy similar en la actualidad a como estaba bajo el reinado de Guillermo, esta recapitulación histórica queda prácticamente concluida. Sin embargo, hemos observado antes que Dios siempre se ha preservado un testigo y testimonio fieles a la verdad aparte de la profesión pública, y que nunca quizá se ha visto ello de manera más notable que durante estos últimos años que hemos estado repasando, y particularmente durante los últimos cien años. Por ello, debemos referirnos brevemente a algunas obras independientes de Dios, muchas de las cuales fueron características de los siglos dieciocho y diecinueve. El siglo dieciocho estuvo marcado por un avivamiento del arte y de la literatura, y debido a la comodidad y el lujo que llegaron a ser el principal interés de los ricos parece que se dio poco interés a vivir las verdades del cristianismo.
La alta y baja crítica
Lo cierto es que cuando la erudición invirtió sus energías en cuestiones religiosas, hacia fines de aquel siglo, se apartó del principio de la fe por el cual se han de comprender todas las actividades de Dios, e introdujo un sistema de la crítica que hizo de la erudición y de la mente puramente racional el criterio por el que se debía juzgar del origen y autoridad de las Escrituras. Este movimiento comenzó en Alemania y en otros lugares, propiciado por académicos reconocidos que, en sus escritos, arrojaron dudas sobre la autoridad de la Sagrada Escritura. Los que pusieron en duda la exactitud textual de la Palabra fueron llamados «críticos bajos», y los que suscitaron cuestiones acerca de la credibilidad o paternidad de los libros de la Biblia fueron llamados los «críticos altos». Los efectos de este movimiento, uno de los más sutiles que Satanás haya inventado para minar la autoridad de la Palabra de Dios, se extendieron rápidamente por Inglaterra, con perniciosas consecuencias, y la apatía que existe en la actualidad en las mentes de la mayoría con respecto al cristianismo puede remontarse, más o menos directamente, a este ataque contra las Escrituras.
Los Metodistas
Mientras se llevaban a cabo estos intentos por derribar el puro cristianismo echando dudas sobre la autoridad de la Palabra de Dios, el Señor estaba preparando a Sus siervos escogidos para otro avivamiento de la verdad y una mayor expansión del Evangelio. Este avivamiento iba a verse primero en las actividades de los célebres Juan y Carlos Wesley. Con la luz del verdadero evangelio resplandeciendo en sus corazones, comenzaron a celebrar reuniones privadas para el avance de la piedad personal. Lo estricto de sus vidas y lo regular de sus costumbres fue la razón de que se les diera posteriormente a sus seguidores el título de «metodistas». Al ir creciendo la obra, Jorge Whitefield, un predicador de gran capacidad, se unió a Juan Wesley, y siendo ambos clérigos de la Iglesia de Inglaterra, comenzaron a predicar por las iglesias el evangelio simple y llano. Pero la verdad del perdón y de la salvación por la fe en Cristo sin obras humanas meritorias era demasiado sencilla y escrituraria para que pudiera ser tolerada. La Iglesia Establecida, que sólo podría mantenerse fuerte en tanto que siguiera con energía espiritual aquella verdad que la había llevado a la confrontación con el papado, había sucumbido a la indolencia, a la ignorancia y a los lujos que eran la marca de aquella época, y pronto se vio en un conflicto con los avivadores, y les cerró los púlpitos. Excluidos así, se vieron obligados a predicar al aire libre, y sus predicaciones fueron empleadas por Dios para rescatar a las gentes de las profundidades de las tinieblas morales, llevando a miles tanto en Inglaterra como en América a los pies de Jesús. Carlos Wesley, que era menos fuerte de carácter que su hermano Juan, pero posiblemente más afectado interiormente por la gracia de Dios, fue el compositor de los himnos de aquel movimiento, y muchos de sus himnos están en uso constante hasta el día de hoy. (Nota 6.)
Mientras Carlos escribía himnos y Whitefield predicaba el evangelio, Juan devino el organizador del movimiento, y al conseguirse fondos y propiedades para la obra, insistió en un control autocrático de la organización. Al principio autorizó predicadores laicos, pero posteriormente se arrogó el derecho de ordenar clero, y su sistema, por tanto, fue tan estrechamente alineado al Anglicanismo como el de las iglesias reformadas lo estaba con el de Roma. Como resultado, no podía recibirse más luz de la verdad de Dios que la que su sistema permitiera que se expresara funcionalmente, y esto los limitó al perdón de los pecados y a las buenas obras. Un río no puede levantarse a mayor altura que su fuente, y por cuanto la fuente de este movimiento estaba en un gran reformador y no en el mismo Dios, no es sorprendente que al morir los Wesleys siguiera un deterioro gradual en su carácter, y cismas que le hicieron perder su significado público, hasta que encontró su nivel entre las muchas denominaciones de la cristiandad.
Establecimiento de las misiones extranjeras, 1792
No podemos entrar en los detalles de otros avivamientos más locales durante el siglo dieciocho, pero se puede hacer mención de pasada, en este tiempo, de varias sociedades misioneras extranjeras, especialmente por las actividades de Guillermo Carey, así como por la inauguración de Escuelas Dominicales para niños.
El estado filadelfiano y laodicense de la Iglesia
Fue aquel un período de considerable actividad evangélica, e indudablemente fue muy bendecido por Dios. Fue todo claramente parte de la obra preliminar general anterior a la aparición de lo que podría ser designado como el estado filadelfiano de la historia de la iglesia, en el que aquellos que mantuvieron la palabra del Señor y no habían negado Su nombre siguieron el fiel cortejo de los reformadores y de los puritanos. Todo esto en contraste con el estado externo de la cristiandad profesante. Laodicea marca la fase final de la historia de la iglesia como testimonio colectivo de Dios, y se caracteriza no por error doctrinal o caída moral, sino por su tibieza y satisfacción propia.
El Movimiento Evangélico
A fin de evaluar correctamente los varios movimientos religiosos del siglo diecinueve, es necesario considerar tanto aquellos cuyas influencias y efectos han sido fácilmente discernibles para el público en general como aquellos movimientos menos visibles que resultaron de las obras de destacados ministros de la Palabra de Dios que rehuyeron la publicidad. Si consideramos en primer término los movimientos más públicos, encontramos los frutos morales del avivamiento Wesleyano expresado en el movimiento «Evangélico» encabezado por hombres como William Wilberforce y Lord Shaftesbury, que interpretaron en acciones políticas, como la abolición de la esclavitud y unas medidas generales de reforma, las llanas y literales enseñanzas de la Escritura. Estos hombres fueron una fuerza moral genuina en sus tiempos. En oposición parcial a esta influencia, se desarrollo el movimiento «Anglocatólico» o «Movimiento de Oxford», bajo el liderazgo de J. H. (después Cardenal) Newman, E. B. Pusey y J. Keble. A estos se les llamó «Tratadistas» porque publicaron tratados en los que impulsaban a los clérigos a la defensa de sus órdenes y argüían que sólo suscribiéndose a la teoría de una iglesia católica indivisible podrían preservar sus posiciones y derechos. Este movimiento fue a su vez resistido por clérigos evangélicos como Charles Kingsley y F. D. Maurice, que junto con Thomas Hughes constituyeron el movimiento «Socialista Cristiano» de la década de 1860. Todos estos movimientos suscitaron mucha controversia pública, pero tuvieron en general muy poco efecto moral permanente en el pueblo.
El cristianismo y la ciencia en conflicto
Una agitación mucho más profunda fue la causada cuando la ciencia entró en conflicto con el cristianismo. En 1830 Sir Charles Lyell publicó sus «Principios de Geología». Al dejarse de observar la gran discontinuidad temporal entre el primer y segundo versículos de la Biblia, sus argumentos fueron aceptados por muchos como constitutivos de un reto válido a la enseñanza de las Escrituras acerca de la cuestión de la creación, y el espíritu de escepticismo generado por los críticos altos y bajos recibió un ímpetu adicional desde esta fuente. Esta tendencia fue intensificada con la publicación en 1859 de la obra de Charles Darwin El Origen de las Especies, y de El linaje del hombre en 1871. Aunque estas teorías han sido invalidadas por posteriores descubrimientos científicos, tuvieron en aquel tiempo el efecto de sacudir la confianza de millones de personas en la autoridad de las Sagradas Escrituras, y son mayormente responsables de la general apatía hacia la Palabra de Dios y de la ignorancia acerca de la misma que existe en la actualidad.
El Ejército de Salvación, fundado en 1878
Otro desarrollo público que merece mención fue la formación del Ejército de Salvación en 1878 por William Booth. Éste fue un poderoso movimiento evangélico que tenía la intención de recuperar a borrachos y a otros, inmersos en los vicios del siglo, mediante la ferviente predicación del simple evangelio. En tanto que el movimiento estuvo sustentado por la fe en Dios y por la adhesión a sus motivos originales, tuvo gran éxito. La idea del fundador era la de revestir a cada convertido con un uniforme que lo marcara públicamente como discípulo de Cristo. Esto frecuentemente llevó a acerbas persecuciones contra los convertidos, pero era ocasión de un testimonio vivo del poder del evangelio. Con el paso del tiempo se desvaneció el fervor evangelístico, y el movimiento se hundió al nivel de una organización de auxilio social, gobernado por líderes designados bajo el criterio de su capacidad organizativa.
La verdad en la penumbra
Podemos pasar ahora a algunos de los desarrollos más desconocidos, pero profundamente importantes, de la vida espiritual en el siglo diecinueve. A principios de aquel siglo, el doctor Augustus Neander, un judío alemán convertido en su juventud al cristianismo, estaba enseñando en la Universidad de Berlín acerca de las grandes verdades del cristianismo a audiencias electrizadas. Era hombre de gran erudición y basaba su ministerio puramente en la Palabra de Dios; actuando de esta manera, avivó muchas importantes verdades que habían quedado oscurecidas durante siglos. Vio claramente que no había autoridad escrituraria para un clero que ejerciera un oficio mediador entre Dios y los hombres, y mantuvo que todos los cristianos eran sacerdotes en virtud de ser habitados por el Espíritu Santo, y de tener entrada al lugar santísimo de la presencia de Dios. Sin embargo, no inició ningún movimiento para dar realidad a estas enseñanzas, y se contentó con enseñar en la Universidad. En Suiza y en Francia el doctor J. H. Merle d'Aubigné (que había sido discípulo de Neander en Berlín) siguió una línea algo similar de enseñanza, y dedicó mucho tiempo a recopilar su vasta Historia de la Reforma.
John N. Darby, 1830
En Inglaterra e Irlanda comenzó un movimiento simultáneo entre personas totalmente desconocidas entre sí. Hubo una obra independiente del Espíritu de Dios en los corazones y en las conciencias de muchos fieles seguidores de Cristo, entre los que se podrían mencionar específicamente a John N. Darby, Edward Cronin, John G. Bellet, Anthony N. Groves y George V. Wigram. J. N. Darby, erudito de considerable fama y abogado, fue convertido mediante la lectura de las Sagradas Escrituras. En sus años tempranos aceptó un subrectorado protestante en el sur de Irlanda, pero más tarde quedó muy impresionado por la verdad de que la Cabeza de la iglesia era Cristo glorificado, de lo que dedujo que debía haber un organismo en la tierra, un cuerpo espiritual, en el que Su condición de cabeza debía ser expresado. El llamado de esta verdad lo llevó a salir de sus conexiones eclesiásticas, como Abraham en la antigüedad, que, llamado por Dios, obedeció saliendo sin saber a donde iba (He 11:8). Al mismo tiempo, otros hombres eran similarmente movidos, por el estudio de la Escritura, a juzgar el sistema sacerdotal como inicuo, por cuanto todos los cristianos son llevados al mismo lugar de cercanía y libertad para con Dios por el Evangelio, y por recibir el don del Espíritu Santo vienen a ser miembros del Cuerpo de Cristo. Por ello, todo sistema regido por un sacerdote oficial niega la primera de estas verdades cardinales, y cualquier asunción de derechos exclusivos de ministerio niega la segunda.
El reconocimiento de estas verdades capitales llevó a estos cristianos a dejar aquellas asociaciones que las negaban, para reunirse en toda sencillez para participar de la cena del Señor tal como había sido establecida por el mismo Señor y siguiendo la enseñanza inspirada del Apóstol Pablo. Reconocieron la presencia personal del Espíritu Santo y Su disposición soberana de poder como el canal para el ministerio de la Palabra de Dios, mientras que las Escrituras fueron reconocidas como el único criterio infalible de la verdad y del error. Este movimiento, que comenzó en Dublín y en el sur de Inglaterra alrededor de 1832, pronto se extendió con considerable rapidez por medio de la predicación del Evangelio y del ministerio de la Palabra. Así surgieron por toda Inglaterra y en Francia, Suiza, Alemania, y por todos los países de habla inglesa del mundo, reuniones constituidas en base de la aceptación del principio de que la separación de la iniquidad era la única verdadera base para la unidad.
El avivamiento del verdadero carácter de la iglesia
El hecho de que esta obra comenzó simultáneamente, aunque de manera independiente, por muchas partes del mundo, demostró, como había sucedido trescientos años antes durante la Reforma, que el mismo Dios estaba obrando. Las notas clave de este avivamiento eran el llamamiento distintivo y celestial de la iglesia (o asamblea) y la consiguiente necesidad de la separación del mal —tanto eclesiástico como moral—, mientras que la sencillez y el gozo de los primeros tiempos de la historia de la iglesia fueron avivados en muchas pequeñas reuniones.
Las personas que se reunían de esta manera no asumieron una posición pública, y permitieron ser llamados simplemente por el nombre de «hermanos». Al aceptar esta designación, no lo hacían en ningún sentido más estrecho que el comunicado por las palabras del mismo Señor: «Uno es vuestro Maestro, el Cristo, y todos vosotros sois hermanos». No iniciaron nada nuevo, ni tampoco trataron de reformar nada. Sencillamente reconocieron que la asambea seguía ahí, y que formaban parte de ella, a pesar de la ruina pública.
La verdad, comprometida
Pero con el paso del tiempo, las verdades y principios que gobernaban a J. N. Darby y a otros no fueron mantenidas por todos los que profesaban tomar el terreno de separación de la Iglesia Establecida y de las denominaciones, y han surgido varias crisis entre los «Hermanos». La verdad de Cristo y de la asamblea, al no ser mantenida en poder espiritual, llevó a diferencias de opinión y pronto se reveló la presencia de algunos que estaban dispuestos a aceptar una norma inferior o contemporizaciones. Había, por ejemplo, los que mantenían que la asamblea en su aspecto universal se había vuelto invisible, y que nada quedaba ahora sino establecer asambleas locales, cada una de ellas completa en sí misma, y sin responsabilidad para con otros grupos similares. Cada una de ellas sería así libre de recibir a cada creyente individual, suponiendo que fuera perfectamente sano en la fe, sin tener en cuenta las asociaciones a las que pudiera estar vinculado. La verdad de la asamblea en su unidad general —tan enérgicamente mantenida por J. N. Darby— perdió entonces su lugar debido, se abrió de par en par la puerta a la contemporización con el mal, y el curso del testimonio durante los últimos cien años ha estado repetidamente marcado por conflictos. No obstante, el movimiento original, que siguió al avivamiento de la década de 1830, se ha mantenido y expandido entre muchos que buscan humildemente y con la energía de la gracia divina «contender ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos».
El resultado de este conflicto por la fe y de la actividad de Satanás en su intento de corromper la verdad se puede observar hoy en todas partes, con la existencia de docenas de diferentes asociaciones religiosas. Es uno de los hechos más humillantes y penosos que tales condiciones deban caracterizar los últimos días de la historia de la iglesia.
La ruina pública de la iglesia y la pequeñez y debilidad externas de aquellos en ella que buscan mantener la palabra del Señor y no negar Su nombre, se hacen tanto más evidentes cuando los contrastamos con las grandes entidades apóstatas, las cosas del mundo, sean civiles o eclesiásticas, que están creciendo en fortaleza y magnificencia externas según se va aproximando su día del juicio. Pero todo ello está en conformidad con la profecía inspirada. Las exaltadas pretensiones de la gran apostasía están vívidamente exhibidas en las páginas de la Sagrada Escritura, mientras que no hay ninguna promesa en el Nuevo Testamento de que la iglesia vaya a recuperar su consistencia y hermosura antes de su arrebatamiento.
Ésta, pues, es la posición que nos confronta en el período presente de la historia pública de la iglesia, y, desde luego, la finalización de esta historia no puede retardarse ya mucho. En palabras de otro, la iglesia está a punto de pasar de sus ruinas a su gloria, mientras que el mundo va de su magnificencia a su juicio.


«UNA PUERTA ABIERTA»
La historia que constituye la sustancia de este libro concluye con una referencia a las muchas sectas y denominaciones religiosas, cuya existencia caracteriza el día presente. Debido a esto, puede que surja en la mente de algún lector interesado una sensación de aturdimiento, y un deseo de saber qué pasos debiera tomar. Es con el fin de indicar aquella luz o guía que el mismo Dios pueda haber dado proféticamente en las Sagradas Escrituras acerca de esta cuestión que se da esta sección adicional. A la luz de las propias palabras del Señor, «el que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios» (Jn 7:17), podemos tener la certeza de que Dios nunca dejará que un indagador sincero quede en la incertidumbre acerca de la verdad y de la luz que en todo momento debiera gobernar cualquier postura. Al apelar a la Palabra de Dios, se supone que el lector acepta inequívocamente su inspiración y autoridad, y que está dispuesto a permitir que la palabra tenga su pleno efecto sobre la conciencia, y que luego controle las acciones. En el espíritu de una indagación dependiente y seria, podemos entonces preguntar: «¿Qué dice la Escritura?»
En primer lugar, no se nos deja con ninguna duda acerca de que por negras que sean las tinieblas de los últimos días, lo que es de Dios permanece, y que nunca queda sujeto a fracaso ni deterioro alguno. Al registrar la triste ruina de la iglesia y el desmoronamiento de lo público, es de suma importancia reconocer esto. Las normas divinas son invariantes, y el Espíritu Santo de Dios (mencionado por el Señor como «el Espíritu de verdad,» Jn 15:26) está aquí para mantener todo lo que es de Dios, hasta la venida del Señor y la consumación de la historia de la iglesia sobre la tierra.
Pablo, Juan, Pedro y Judas se refieren todos a las condiciones de los últimos días, y todos, a su manera, se aferran a la luz sin sombras de la verdad divina frente a las tinieblas de la apostasía. Pedro, por ejemplo, en el segundo capítulo de su segunda epístola, describe el tiempo de apostasía con las palabras más solemnes, y sin embargo, en aquel mismo capítulo se refiere a «el camino de la verdad» (v. 2), «el camino recto» (v. 15), y «el camino de la justicia» (v. 21), como para destacar el hecho de que hay un camino incluso en medio de tales condiciones. Luego Pablo, en su segunda epístola a Timoteo, se refiere a los últimos y peligrosos días, pero da al mismo tiempo esta palabra: «Pero el fundamento de Dios está firme» y «Conoce el Señor a los que son suyos» (2 Ti 2:19).
Ahora bien, estas palabras del Apóstol Pablo, que deben traer consuelo al corazón de cada uno que ame al Señor Jesús, van de inmediato seguidas por esta palabra a la conciencia: «Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo». La cristiandad profesante es asemejada, en este pasaje, a «una casa grande», en la que hay vasos para honra y para deshonra, y si alguno quiere ser útil para el Maestro, este pasaje enseña que ello sólo puede ser purificándose a sí mismo, separándose de los vasos para deshonra. ¿Qué es entonces lo que se quiere decir por «apartarse de iniquidad» y por «separarse de vasos para deshonra»?
Está claro por pasajes de la Escritura como Lv 5:15 que la iniquidad en «las cosas santas del Señor» es tan solemne como la violación de los principios morales entre los hombres, y es lo primero cuyo verdadero carácter se tiene que discernir antes que se pueda obtener un entendimiento correcto de la iniquidad como Dios lo tiene o que uno pueda formarse un juicio acerca de ella. Cuando el Señor es presentado en Apocalipsis en Su gloria judicial, se dice de Sus ojos que son «como llama de fuego». Es así que Él observa lo que está aconteciendo en la iglesia, y siete veces repite: «Yo conozco tus obras». Necesitamos siempre tener esto presente si hemos de ser preservados de caer en el error de juzgar en base de las degradadas normas del hombre caído.
La intrusión de la mano del hombre en las cosas santas de Dios, con toda su extendida implicación en el cristianismo profesante, ha sido con justicia designada como iniquidad, y el llamamiento ahora es: «Salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor» (2 Co 6:17). En palabras de J. N. Darby, «Dios está obrando en medio del mal para producir una unidad de la que Él sea el centro y manantial, y que reconozca de manera dependiente Su autoridad. Él no lo hace todavía por medio de la eliminación judicial de los malvados: él no puede unirse con los malos ni tener una unión que los sirva. ¿Cómo puede ser, entonces, esta unión? Él separa del mal a los llamados: «Salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo inmundo; y yo os recibiré». Ésta es la manera en que Dios reúne. Por cuanto existe el mal, no puede haber una unión de la que el Dios santo sea el centro y el poder, excepto por medio de separarse del mal. La separación es el primer elemento de la unidad y de la unión. ... Separarse del mal es la consecuencia necesaria de la presencia del Espíritu de Dios bajo todas las circunstancias en cuanto a la conducta y la comunión».
De esta manera, J. N. Darby (discerniendo claramente el gran apartamiento del cristianismo profesante de la verdad y reconociendo humildemente su parte de responsabilidad), reconoció que la Escritura proveía una puerta abierta por la que escapar a las cosas que son a la vez inconsecuentes con la verdad y con la comunión a la que él era llamado como creyente. Por ello, se separó totalmente de todos los sistemas caracterizados por un orden humano o por un oficio clerical, o en los que se reconociera un vínculo sectario, y sus razones para ello están expuestas en los siguientes extractos de uno de sus escritos. Contienen ellos uno de los más solemnes alegatos contra el cristianismo profesante que jamás haya sido escrito, y merecen el cuidadoso estudio en oración por parte de todos los que se sienten ejercitados acerca del actual estado de la cristiandad:
«Después de haber estado convertido por seis o siete años, aprendí por enseñanza divina lo que dice el Señor en Juan 14: «En aquel día vosotros conoceréis ... [que estáis] en mí, y yo en vosotros» —que yo era uno con Cristo delante de Dios—, y encontré la paz, y nunca, aunque con muchos fallos, la he perdido desde aquel entonces. La misma verdad me llevó fuera de la Iglesia Establecida. Vi que la iglesia estaba compuesta de aquellos que estaban así unidos con Cristo. ... La presencia del Espíritu de Dios, el prometido Consolador, había entonces llegado a ser una profunda convicción de mi alma en base de las Escrituras. Esto pronto fue de aplicación al ministerio. Me dije a mí mismo: Si Pablo viniera, no podría predicar; no tiene cartas de orden; si el más acerbo oponente de su doctrina viniera, y las tuviera, tendría derecho a predicar, en base del sistema. No se trata de un hombre malo que pueda infiltrarse (esto puede suceder en cualquier lugar): es el sistema en sí. El sistema está mal. Pone al hombre en lugar de Dios. El verdadero ministerio es el don y poder del Espíritu de Dios, no la designación humana. ... Creo yo que el «Concepto del Clérigo» es el pecado contra el Espíritu Santo en esta dispensación. No quiero decir con esto que alguien lo esté cometiendo voluntariosamente, sino que la cosa en sí misma es así con respecto a esta dispensación, y tiene que resultar en su destrucción. La sustitución de otra cosa en lugar del poder y de la presencia de aquel Espíritu santo, bendito y bendiciente, es el pecado que caracteriza a esta dispensación.»
Posteriormente, muchos han sido llevados a emitir un juicio similar y, aceptando el carácter autoritativo de la Palabra de Dios, se han separado de todo lo que no es conforme a ella.
Este procedimiento está notablemente establecido como un tipo en Éxodo 32 y 33. El pueblo de Dios, en aquel tiempo, se había separado ya de aquello que se correspondía con el mundo (Egipto), pero había caído en el pecado de idolatría al adorar el becerro de oro. Dios mismo había sido desplazado en las mentes y en los afectos de Su pueblo; Su ira había ardido contra ellos, y había hablado a Moisés de consumirlos. Frente a todo esto, Moisés (un hermoso tipo de Cristo) se puso en pie a la entrada del campamento, y llamó a todos los que estuvieran del lado del Señor a que acudieran a su lado. Pero se precisaba de algo más que el reconocimiento de la autoridad del Señor; porque el propósito del corazón se había de traducir en un movimiento concreto, y Moisés procedió a levantar la Tienda de Reunión fuera del campamento. La puerta quedaba abierta así para que todo el que buscara a Jehová saliera a Él allí.
Toda esta instrucción tipológica es transportada a nuestra dispensación, y queda muy conmovedoramente vinculada con la muerte de Cristo, como se dice en Hebreos 13:12, 13: «Por lo cual también Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta. Salgamos, pues, a él, fuera del campamento, llevando su vituperio». ¿Podría acaso ninguna exhortación afectar más a una conciencia sensible?
Así, el primer paso tiene que ser tomado en relación con el Señor mismo. La separación tiene que ser a Él y con la disposición a caminar, si es necesario, en solitario. Pero la palabra en Timoteo sigue diciendo: «sigue la justicia, la fe, el amor y la paz, con los que de corazón limpio invocan al Señor» (2 Timoteo 2:22). Al entrar en un camino recto según los principios divinos, el creyente es contemplado como encontrando de inmediato a otros que invocan al Señor de puro corazón. Así pueden caminar juntos en los vínculos de una comunión feliz y santa, y por cuanto este camino está claramente abierto a todos los creyentes que estén dispuestos a reconocer la instrucción escrituraria de 2 Timoteo, es posible y correcto decir que no se ha tomado ningún terreno sectario. Es de gran importancia reconocer esto, porque el establecimiento de una nueva secta o sistema sólo añadiría a la confusión y negaría la verdadera unidad de la iglesia de Cristo. Los que caminan de esta manera no pretenden ser «la» iglesia, sino que tratan de andar a su luz, reconociendo que «el fundamento de Dios está firme» y que lo sigue estando, y que todo lo que Pablo estableció de manera pública (y a lo que se refirió como «mandamientos del Señor») sigue estando en existencia. Aunque en medio del pueblo de Dios se han hallado el error y el fracaso, todos los principios divinos que gobiernan la asamblea en lo externo y en lo interno pueden funcionar hoy en día en la práctica a pesar del estado de debilidad.
Es por la aceptación de un camino de separación de todo lo que no es consecuente con la verdad de Dios, o de donde se estorba la libertad del Espíritu Santo, que los cristianos de hoy pueden encontrar el camino divino de salida de toda la admitida confusión y que pueden en consecuencia conocer el gozo de estar a disposición del Señor Jesús y de tener parte en la alabanza y el culto de Dios en la asamblea.
Se dan hoy en día todas las indicaciones de que estamos en los días finales de la cristiandad. La iglesia está muy cercana al final de su peregrinación aquí en la tierra y está a punto de ser arrebatada para encontrarse con el Señor en el aire. El santo privilegio de ministrar gozo a Su corazón en este que es aún el tiempo de Su rechazamiento ya ha casi acabado. Los días de dar testimonio de un Cristo rechazado en la tierra y de un Cristo exaltado en la gloria pronto habrán acabado. La historia pública está a punto de consumarse y la cristiandad profesante —como abominable para el Señor— está para ser escupida de su boca. Que cada lector cristiano examine su corazón, su posición y sus asociaciones a la luz de estos hechos solemnes, porque, ¿cuál debería ser la posición de los que desean guardar la palabra del Señor y no negar Su nombre? Es para éstos que se da la provisión de la gracia del Señor: «He aquí, he puesto delante de ti una puerta abierta (Ap 3:8). Las instrucciones en la Escritura son claras y explícitas; ¿tenemos nosotros el deseo y el valor de caminar de acuerdo con ellas?


APÉNDICE
NOTA 1.— Parece que hay una buena justificación para decir que «Constantino era pagano de corazón, y cristiano sólo por motivos militares». Su bandera imperial, que exhibía de manera destacada el símbolo de la cruz, llevaba también en oro la imagen del emperador, y estaba dispuesta para ser objeto de culto tanto para los soldados paganos como para los cristianos. Además, aunque reconocido como cabeza de la iglesia, nunca renunció al título de «sumo pontífice» de los paganos. Volver al texto
NOTA 2.— Para dar al lector una cierta idea de lo que significaba el interdicto papal en Inglaterra en las Edades Oscuras, será de utilidad la siguiente cita tomada de Miller: «En un momento cesaron todos los oficios divinos por todo el reino, excepto el rito del bautismo y de la extremaunción. Desde Berwick hasta el Canal de la Mancha, desde Land's End hasta Dover, se cerraron las iglesias, callaron las campanas; el único clero que podía verse caminar de incógnito y en silencio era el que iba a bautizar a niños recién nacidos o a oír las confesiones de los moribundos. Los muertos eran echados de las ciudades, y eran sepultados como perros en algún lugar sin consagrar, sin oraciones, sin que doblaran las campanas, sin ritos funerarios. Sólo podrán juzgar de la naturaleza del interdicto papal los que consideren cuán plenamente la vida de todas las clases estaba afectada por el ritual y por las ordenanzas diarias de la iglesia. Todos los actos importantes eran llevados a cabo con el consejo del sacerdote o del monje. Las festividades de la iglesia eran las únicas fiestas que se celebraban, las procesiones de la iglesia los únicos espectáculos, y las ceremonias de la iglesia las únicas diversiones. El hecho de no oír ni oraciones ni salmodias, de suponer que el mundo iba a quedar rendido a la influencia desenfrenada del maligno y de sus malos espíritus, sin santo que intercediera ni sacrificio para detener la ira de Dios, cuando no había una sola imagen expuesta a la contemplación, y todas las cruces estaban cubiertas por un velo; ... se había roto del todo la relación entre Dios y el hombre; las almas eran dejadas en la perdición, o bien se les administraba de mala gana la absolución justo en el momento de la muerte. Y, para inspirar un pavor y fanatismo más profundo, los cabellos debían ser dejados crecer y la barba sin afeitar, había quedado prohibido el uso de la carne, e incluso se habían prohibido las salutaciones ordinarias». (Miller, Church History, Vol. II, pág. 445.) Volver al texto
NOTA 3.— La total dependencia de Lutero de Dios quizá nunca se vio de manera más notable que durante las horas que precedieron de inmediato a su defensa delante de la Dieta de Worms. Su oración en aquella ocasión, oída casualmente y registrada por un amigo, la citamos aquí de la Historia de D'Aubigné: «¡Oh Dios Omnipotente y Eterno! ¡Cuán terrible es este mundo! ¡He aquí que abre la boca para tragarme, y yo ... confío tan poco en ti! ... ¡cuán débil es la carne y cuán poderoso es Satanás! ¡Si es en el poder de este mundo en lo único que puedo confiar, todo ha terminado! ... ¡mi última hora ha llegado, ha sido pronunciada mi sentencia! ... ¡Oh Dios! ¡Oh Dios! ... ¡Oh Dios! ¡Ayúdame Tú contra toda la sabiduría del mundo! Haz esto; deberías hacerlo ... sólo Tú ... porque ésta no es mi obra, sino la tuya. Nada tengo yo que hacer aquí, ¡nada por lo que luchar contra estos grandes del mundo! Desearía que mis días pasaran pacíficos y felices. Pero la causa es tuya ... y es una causa justa y eterna. ¡Oh Señor, ayúdame! ¡Dios fiel e inmutable! No pongo mi confianza en hombre alguno. ¡Sería en vano! Todo lo que pertenece al hombre es incierto; todo lo que viene del hombre fracasa. ... ¡Oh Dios, mi Dios ¿No me oyes? ... Dios mío, ¿acaso estás muerto? ... ¡No, Tú no puedes morir! ¡Tú sólo te ocultas! ¡Tú me has escogido para esta obra. Lo sé bien! ... Obra, oh Dios, entonces. ... Quédate a mi lado por causa de tu amado Jesucristo, que es mi defensa, mi escudo y mi castillo fuerte. ¡Señor! ¿Dónde estás! ... ¡Oh, Dios mío! ¿dónde te encuentras? ... ¡ven! ¡ven! ¡Estoy dispuesto! ... Estoy listo para poner mi vida por tu verdad ... paciente como un cordero. Porque ésta es la causa de la justicia —¡es tu causa! ... ¡Nunca me separaré de ti, ni ahora ni para la eternidad! Y aunque todo el mundo estuviera lleno de demonios, —aunque mi cuerpo, que sigue siendo obra de tus manos, fuera muerto, fuera estirado sobre el suelo y despedazado, ... reducido a cenizas ... ¡mi alma es tuya! ¡Sí! Tengo la certidumbre de tu palabra. Mi alma te pertenece. Para siempre morará contigo. ... ¡Amén! ... ¡Oh Dios! ¡Ayúdame! ... Amén». (D'Aubigné, History of the Reformation, Vol. II, pág. 242.) Volver al texto
NOTA 4.— El comentario del mismo Lutero acerca del papel jugado por Melancton en la Reforma Alemana es digno de ser citado. Dice él: «Yo he nacido para ser un rudo polemista; yo limpio el terreno, arranco los hierbajos, lleno los hoyos y allano los caminos. Pero edificar, plantar, sembrar y regar, adornar el país, le pertenece, por la gracia de Dios, a Felipe Melancton». Volver al texto
NOTA 5.— Calvino mantuvo que los sufrimientos de Cristo en vida subieron a Dios para obrar justicia por expiación y que Su vida, lo mismo que Su muerte, e incluso Su sufrimiento, en sus palabras los tormentos del infierno, fueron necesarios para consumar nuestra justicia. Al escribir así, es probable que tratara de distinguir la muerte corporal del Señor de Su sufrimiento por lo que se debía al pecado y a los pecados en el justo juicio de Dios. Calvino también consideraba a los creyentes como justificados antes de nacer, y que la fe simplemente les daba el conocimiento de ello. Los comentarios de J. N. Darby acerca de Calvino son interesantes. Dice él: «Puedo ver en Calvino una claridad y un reconocimiento de la autoridad de la Escritura que le libró a él y a aquellos a los que él enseñó (aun más que a Lutero) de las corrupciones y supersticiones que habían abrumado a la cristiandad, y por medio de ella a las mentes de la mayoría de los santos». Volver al texto
NOTA 6.— Una característica destacable del avivamiento evangélico en el siglo dieciocho fue el gran número de himnos que se escribieron por aquel tiempo, como por ejemplo: «Al contemplar la asombrosa cruz», de Isaac Watts, 1707; «Amor divino, que a todos sobrepuja», de Carlos Wesley, 1747; «Roca de la Eternidad», de A. M. Toplady, 1775; «Dios se mueve de forma misteriosa», de W. Cowper, 1779, y «Cuán dulce el nombre es de Jesús», de John Newton, 1779. Volver al texto


ÍNDICE DE NOMBRES APARECIDOS
EN ESTA SINOPSIS HISTÓRICA
Adriano
Agustín de Canterbury
Antonio
Arrio
Atanasio

Badby, John
Beckett, Tomás
Bellet, J. G.
Bernardo, Abad
Booth, William

Calvino, Juan
Carey, Guillermo
Carlomagno
Carlos II
Carlos V
Catalina de Aragón
Cipriano de Cartago
Cobham, Lord
Columba
Constantino el Grande
Coverdale, Miles
Cranmer, Tomás
Cronin, Edward

Darby, John N
Darwin, Charles
D'Aubigné, Dr. J. H. Merle
de Bruys, Pedro
de Montfort, Simón
Diocleciano
Domingo

Eduardo VI
Elisabet, Reina
Enrique, emperador de Alemania
Enrique II
Enrique IV
Enrique VIII

Farel, Guillermo
Francisco I

Gregorio Magno
Gregorio VII
Groves, Anthony N.
Guillermo, Príncipe de Orange
Guiscard, Robert

Hamilton, Patrick
Hildebrando, véase Gregorio VII
Hooper, Obispo
Hughes, Thomas
Huss, Juan

Ignacio
Inocencio III

Jacobo II
Jerónimo de Praga
Juan sin Tierra, Rey
Justino

Keble, J.
Kingsley, Charles

Latimer, Hugh
Luís el Gentil
Lutero, Martín

Lyell, Sir Charles
Mahoma
María, Reina
Maurice, F. D.
Melancton, Felipe
Neander, Dr. August
Nerón
Newman, J. H.

Pelagio
Perpetua
Policarpo
Pusey, E. B.

Sajonia, Elector de
Shaftesbury, Lord
Somerset, Duque de

Tetzel, Juan
Timoteo
Tyndale, William

Urbano
 
Waldo, Pedro
Wesley, Carlos
Wesley, Juan
Wessel, George
Whitefield, Jorge
Wigram, G. V.
Wilberforce, William
Wishart, George
Wittembach, Thomas
Wolsey, Cardenal
Wycliffe, Juan

Zuinglio, Ulrico