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Testimonio de Aníbal Pereira Dos Reis, ex Sacerdote Católico Romano

Si hubiera permanecido en el catolicismo romano no hubiera encontrado a Jesús
Aníbal Pereira Dos Reis


Nací en San Joaquín de Barra, en el estado San Pablo en Brasil el 9 de marzo de 1924, en una familia profundamente arraigada en el catolicismo. Mi padre era portugués y para no ser una excepción a la regla, se había adherido a los admiradores de la Señora de Fátima, la suerte y el buen vino. Mi madre era de origen italiano y se jactaba del trono dorado del papa en la península italiana.

Desde mi temprana edad, el padre de mi madre, muy devoto en las prácticas religiosas, solía llevarme a los solemnes ritos católicos de la Iglesia Madre.

Antes de los siete años, ya asistía regularmente a la parroquia para la instrucción en el catecismo. En una oportunidad un sacerdote obeso nos habló, lleno de energía y vivacidad, acerca del infierno. Nos mostró el peligro, pero no nos dio ni siquiera una mínima clave de cómo salvarnos de ese peligro.

El día de la Primera Comunión
Hice la primera comunión el 1 de mayo de 1932. Me movían los más puros sentimientos. Sin embargo un incidente ensombreció la solemne atmósfera de esa hora. "Toad", uno de nuestros compañeros comenzó a gritar cuando el sacerdote le puso la hostia en la lengua: "¡La hostia se ha pegado, Padre!" El sacerdote se acercó rápidamente al nervioso niño y le ordenó que se callara y que no sacara la hostia del "cielo de la boca" con los dedos. Tocar la hostia con los dedos era sacrilegio. Después de salir de la iglesia, los niños y niñas se volvieron al compañero en cuestión con fuertes recriminaciones, diciéndole que había mostrado una falta total de respeto por el santo Señor.

En 1936 mi familia se mudó a Orlandia, una localidad vecina, para que mis hermanos y yo pudiéramos asistir a la escuela secundaria. Mi padre quería darles a sus hijos la oportunidad de estudiar, cosa que él no había tenido.

Pero desde mi infancia me había quedado un serio problema, era la salvación eterna de mi alma. Solía pensar constantemente en ello. Tem­blando de miedo, recordaba las palabras del sacerdote cuando nos preparábamos para la primera comunión. Nos había informado de todos los actos piadosos recomendados por un sacerdote español muy estricto. Se había despertado en mí desde muy niño, un gran deseo de servir a Dios. Al no conocer otra forma, me hice sacerdote.

El seminario y la ordenación
Me las arreglé para entrar al seminario a los diecisiete años. No era un buen ambiente. Nunca he estado en un lugar tan denigrante. Me entregué a estudiar intensamente todas las asignaturas. Sin embargo mi insatisfacción continuaba.

Fui ordenado sacerdote el 8 de diciembre de 1949 en la ciudad de Montes Claros, en el norte de Minas Gerais. El obispo diocesano me confirió la responsabilidad de organizar y dirigir el Círculo de Obreros. En verdad, esta responsabilidad cumplía con mis aspiraciones. Encontré que la práctica de la asistencia social era un alivio para mi ansiedad espiritual. Era intensamente activo, obtuve la simpatía de la gente trabajadora de toda la región y muchas alabanzas de las autoridades eclesiásticas.

Un sacerdote en el trabajo social
A comienzos de 1952, el obispo de Montes Claros fue transferido por el papa a Recife, como arzobispo. Fui incluido en ese cambio y me mudé a Recife.

En esa capital se me entregó la misión de restaurar una Compañía de Caridad. Una red de orfanatos y centros de educación católica que habían sufrido una crisis financiera en esa región. Trabajé duro, con la meta de reconstruir la imagen pública de esa institución. Cargaba con una.pesada responsabilidad. Después de poco más de dos años de trabajo, los problemas financieros de la institución se resolvieron. Los orfanatos y hogares recibieron mayor número de niños y ancianos. Los educadores se actualizaron. La prensa usó mi nombre en varias oportunidades, cosa que sirvió para protegerme.

No tengo paz frente a Dios
A pesar de esas victorias humanas y del aplauso de los admiradores, nunca sentí paz en mi alma. Ni la total dedicación a mis obligaciones en la caridad, ni la aprobación de las autoridades eclesiásticas eran una respuesta a mis tormentos espirituales. Deseaba ardientemente tener la seguridad de mi salvación, y nadie podía darme esa seguridad.

En 1960 me transfirieron a Guaratingueta en el interior del estado de San Pablo, una localidad próxima a Aparecida del Norte. Me alegró el cambio principalmente porque estaría con el "santo patrono del Brasil". Por otra parte, era la primera vez que estaría involucrado en una tarea relacionada con la gestión social. Siempre había estado preocupado por la obra social. Se suponía que debía encontrar en mis obligaciones como sacerdote la respuesta a mi ansiedad espiritual. Pero no era así.

El trabajo en la parroquia
Organicé una nueva parroquia en el distrito de Pedregulho en Guaratingueta. Trabajé duro. La construcción de una casa parroquial, un salón parroquial y tres iglesias en el plazo de tres años fueron pruebas de mi dedicación. Incluso en esta cumbre de mi vida, con una larga lista de servicios a favor del catolicismo, todavía no tenía seguridad de mi salvación.

Mi padre había muerto de cáncer pulmonar en octubre de 1956. Pasé un año entero rezando misas por el alma de mi padre. En ese tiempo toda la familia rezaba misas por él. Ni siquiera la misa católica romana, con toda su pretensión de valor infinito nos dio la seguridad de la salvación de mi padre.

Solía suplicar por esa seguridad para mí también. Pero ni siquiera el trabajo social en progreso, ni la construcción de las iglesias, ni las ceremonias que conducía, ni el ciego sometimiento a las autoridades eclesiásticas, ni el catolicismo romano estaban dándome la respuesta que necesitaba.

El odio por los evangélicos
Con mi espíritu de rigurosa sujeción a las doctrinas católicas, sentía verdadero odio por los evangélicos, a quienes me refería en las predicaciones como "cabras", mientras que los católicos eran los "cor­deros de Dios".

Hay un hecho que prueba mi tendencia antiprotestante. En oportunidad del día de Todos los Santos, en el cementerio del distrito de Pedregulho, los creyentes bíblicos estaban llevando adelante su tarea de distribuir tratados y extractos bíblicos. Con la intención de "dar gloria a Dios" (ese es el lema jesuita) y de defender a la "Santa Madre de la Iglesia Católica" resolví dañar su obra. Reuní a los niños de mi iglesia y los dividí en grupos para que estuvieran hora tras hora dentro del cementerio. La idea era recibir la literatura y destruirla en las velas encendidas detrás del funerario.

Sin embargo, a la noche, cuando hube terminado esta despiadada destrucción del material evangélico, entré en mi biblioteca para buscar algún libro que me entretuviera. Por la maravillosa gracia de Dios, me topé con la Biblia (traducida por Matos Soares).

Abrí el inspirado volumen. Leí el capítulo once del Evangelio de Juan. Sentí que me llegaba cierto alivio para mi aflicción. Sentí que una energía transformaba mi depresión espiritual. Seguí leyendo cada vez con mayor interés. Constantemente pensaba en ese capítulo.

Un comienzo en el estudio bíblico
Lentamente comencé a sentir un nuevo horizonte en mi alma. Decidí estudiar la Biblia libre de preconceptos. Sin la interferencia de nadie y solamente por medio de la Divina Gracia. Pasmado, descubrí que podemos tener absoluta y permanente certeza de ir al cielo si aceptamos cl plan de Dios.

Sin embargo seguí resistiéndome. Mi alma se había conformado al modelo de la práctica católica romana.

Hablo con mi obispo
Una cosa tenía clara,  cuando hablara con mi obispo, quería ser sincero. Él se sintió confundido con mis preguntas. En definitiva me dijo que yo estaba en Aparecida para ocuparme de la construcción de la Basíli­ca. Mis preocupaciones se convirtieron en la compra de cemento, ladrillos y herramientas. Oraba a nuestra Señora de Aparecida.

El punto crítico de Dios en mi vida
Por ese tiempo los creyentes evangélicos estaban distribuyendo folletos en Guaratingueta. Uno de ellos trataba, sobre la idolatría católica, la adoración de imágenes, etc. Para responder a todas esas afirmaciones, decidí dar una explicación de esas doctrinas desde el púlpito, decir que la adoración a las imágenes no estaba prohibida por Dios. Tomé mi Biblia, comencé la explicación leyendo el capítulo 20 de Éxodo. Salteé los versículos 4 y 5 para no dar "municiones a mis enemigos". Cuando bajé del púlpito, me sentía totalmente avergonzado de mí mismo. Decidí hacer una sincera comparación entre las doctrinas católicas y la Biblia. Entonces pude comprobar el abismo infinito que las separaba.

Comienzo a utilizar las normas bíblicas
En enero de 1963 recibí una invitación para ser sacerdote en la ciudad de Orlandia, donde había pasado mi adolescencia. Estaba encantado de volver a donde tenía tantos amigos.

Sin embargo, esa alegría no era suficiente como para borrar mi ansiedad espiritual. Me dediqué completamente al trabajo en la parroquia católica, llena de todas las deficiencias de una vieja parroquia con sus tradiciones rústicas. A pesar de la oposición de un grupo de mujeres descontentas pero piadosas, me las arreglé para desarrollar un trabajo espléndido donde todo encajaba bien, en lo posible, con las normas de la Biblia. Limpié la iglesia, retirando todos los ídolos. Mis predicaciones eran bíblicas. Mis programas diarios en la radio consistían en un sencillo comentario de la Palabra de Dios. Muchos himnos religiosos que cantábamos en los servicios eran canciones cristianas.

Además me ocurrió algo interesante, mi antiguo odio a los evangélicos se había convertido en temor. Quería hablar con un pastor, pero no tenía el valor de hacerlo. Estando en Guaratingueta decidí ir a San Pa­blo con la única intención de resolver esa situación. Al descender del colectivo en la estación, fui al correo para enviar un telegrama. En la calle del Correo había justo en ese momento un evangélico predicando. Al ver mi sotana, me desafió señalándome con el dedo y exponiéndome con sus duras palabras. Él no sabía lo que estaba ocurriendo en mi alma, y no podía adivinar el propósito de mi visita a Paulicea. Como resultado de este incidente, quedé más convencido todavía de que un pastor evangélico podría liberarme de todos mis problemas. Me volví inmediatamente a casa.

Un siervo de Dios me ayuda
En 1964 llegué cerca del fin. Ya no podía contener esa situación. En noviembre fui a Santos. Ya había trazado un plan. Vistiendo ropa civil, asistí al servicio del domingo de la Primera Iglesia Bautista y por increíble que parezca, el párrafo de la Biblia usado como base para el sermón fue justamente el capítulo once del Evangelio de Juan.

Al día siguiente pude acercarme al pastor Eliseu Ximenes. Este siervo de Dios me respondió de una manera tan amable que pronto me sentí cautivado y liberado de mi anterior prejuicio. Comenzamos a proyectar mi partida del catolicismo romano. Era apenas una partida formal, porque ya la venía realizando desde hacía mucho tiempo.

Fe en el Salvador suficiente
El 12 de mayo de 1965, con la especial protección de Dios, logré desenredarme totalmente de la iglesia romana. El 13 de junio fui bautizado en la Primera Iglesia Bautista de Santos, testificando públicamente del cumplimiento de mi fe en mi único y suficiente Salvador, Jesucristo.

Además de traerme a su Reino, Dios puso en mi corazón la tarea de predicar las Sagradas Escrituras, y dediqué íntegramente mi vida a este ministerio. Recientemente ha bendecido la obra de este humilde siervo suyo dándome la alegría de ver a cientos de almas venir al Señor Jesucristo.

En mis sermones insisto en el Plan de Dios para la salvación solo por medio de Jesucristo. Cada vez que predico puedo sentir una "comunión" más íntima con él.

Nunca antes había sentido tanto gozo espiritual como ahora. Tengo la paz total en mi corazón, porque tengo la certeza de mi salvación eterna. Mi alma ha sido purificada por la sangre redentora de Jesucristo, a quien sea la gloria por toda la eternidad.

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Testimonio de Aníbal Pereira Dos Reis, ex Sacerdote Católico Romano

Si hubiera permanecido en el catolicismo romano no hubiera encontrado a Jesús
Aníbal Pereira Dos Reis

Nací en San Joaquín de Barra, en el estado San Pablo en Brasil el 9 de marzo de 1924, en una familia profundamente arraigada en el catolicismo. Mi padre era portugués y para no ser una excepción a la regla, se había adherido a los admiradores de la Señora de Fátima, la suerte y el buen vino. Mi madre era de origen italiano y se jactaba del trono dorado del papa en la península italiana.

Desde mi temprana edad, el padre de mi madre, muy devoto en las prácticas religiosas, solía llevarme a los solemnes ritos católicos de la Iglesia Madre.

Antes de los siete años, ya asistía regularmente a la parroquia para la instrucción en el catecismo. En una oportunidad un sacerdote obeso nos habló, lleno de energía y vivacidad, acerca del infierno. Nos mostró el peligro, pero no nos dio ni siquiera una mínima clave de cómo salvarnos de ese peligro.

El día de la Primera Comunión
Hice la primera comunión el 1 de mayo de 1932. Me movían los más puros sentimientos. Sin embargo un incidente ensombreció la solemne atmósfera de esa hora. "Toad", uno de nuestros compañeros comenzó a gritar cuando el sacerdote le puso la hostia en la lengua: "¡La hostia se ha pegado, Padre!" El sacerdote se acercó rápidamente al nervioso niño y le ordenó que se callara y que no sacara la hostia del "cielo de la boca" con los dedos. Tocar la hostia con los dedos era sacrilegio. Después de salir de la iglesia, los niños y niñas se volvieron al compañero en cuestión con fuertes recriminaciones, diciéndole que había mostrado una falta total de respeto por el santo Señor.

En 1936 mi familia se mudó a Orlandia, una localidad vecina, para que mis hermanos y yo pudiéramos asistir a la escuela secundaria. Mi padre quería darles a sus hijos la oportunidad de estudiar, cosa que él no había tenido.

Pero desde mi infancia me había quedado un serio problema, era la salvación eterna de mi alma. Solía pensar constantemente en ello. Tem­blando de miedo, recordaba las palabras del sacerdote cuando nos preparábamos para la primera comunión. Nos había informado de todos los actos piadosos recomendados por un sacerdote español muy estricto. Se había despertado en mí desde muy niño, un gran deseo de servir a Dios. Al no conocer otra forma, me hice sacerdote.

El seminario y la ordenación
Me las arreglé para entrar al seminario a los diecisiete años. No era un buen ambiente. Nunca he estado en un lugar tan denigrante. Me entregué a estudiar intensamente todas las asignaturas. Sin embargo mi insatisfacción continuaba.

Fui ordenado sacerdote el 8 de diciembre de 1949 en la ciudad de Montes Claros, en el norte de Minas Gerais. El obispo diocesano me confirió la responsabilidad de organizar y dirigir el Círculo de Obreros. En verdad, esta responsabilidad cumplía con mis aspiraciones. Encontré que la práctica de la asistencia social era un alivio para mi ansiedad espiritual. Era intensamente activo, obtuve la simpatía de la gente trabajadora de toda la región y muchas alabanzas de las autoridades eclesiásticas.

Un sacerdote en el trabajo social
A comienzos de 1952, el obispo de Montes Claros fue transferido por el papa a Recife, como arzobispo. Fui incluido en ese cambio y me mudé a Recife.

En esa capital se me entregó la misión de restaurar una Compañía de Caridad. Una red de orfanatos y centros de educación católica que habían sufrido una crisis financiera en esa región. Trabajé duro, con la meta de reconstruir la imagen pública de esa institución. Cargaba con una.pesada responsabilidad. Después de poco más de dos años de trabajo, los problemas financieros de la institución se resolvieron. Los orfanatos y hogares recibieron mayor número de niños y ancianos. Los educadores se actualizaron. La prensa usó mi nombre en varias oportunidades, cosa que sirvió para protegerme.

No tengo paz frente a Dios
A pesar de esas victorias humanas y del aplauso de los admiradores, nunca sentí paz en mi alma. Ni la total dedicación a mis obligaciones en la caridad, ni la aprobación de las autoridades eclesiásticas eran una respuesta a mis tormentos espirituales. Deseaba ardientemente tener la seguridad de mi salvación, y nadie podía darme esa seguridad.

En 1960 me transfirieron a Guaratingueta en el interior del estado de San Pablo, una localidad próxima a Aparecida del Norte. Me alegró el cambio principalmente porque estaría con el "santo patrono del Brasil". Por otra parte, era la primera vez que estaría involucrado en una tarea relacionada con la gestión social. Siempre había estado preocupado por la obra social. Se suponía que debía encontrar en mis obligaciones como sacerdote la respuesta a mi ansiedad espiritual. Pero no era así.

El trabajo en la parroquia
Organicé una nueva parroquia en el distrito de Pedregulho en Guaratingueta. Trabajé duro. La construcción de una casa parroquial, un salón parroquial y tres iglesias en el plazo de tres años fueron pruebas de mi dedicación. Incluso en esta cumbre de mi vida, con una larga lista de servicios a favor del catolicismo, todavía no tenía seguridad de mi salvación.

Mi padre había muerto de cáncer pulmonar en octubre de 1956. Pasé un año entero rezando misas por el alma de mi padre. En ese tiempo toda la familia rezaba misas por él. Ni siquiera la misa católica romana, con toda su pretensión de valor infinito nos dio la seguridad de la salvación de mi padre.

Solía suplicar por esa seguridad para mí también. Pero ni siquiera el trabajo social en progreso, ni la construcción de las iglesias, ni las ceremonias que conducía, ni el ciego sometimiento a las autoridades eclesiásticas, ni el catolicismo romano estaban dándome la respuesta que necesitaba.

El odio por los evangélicos
Con mi espíritu de rigurosa sujeción a las doctrinas católicas, sentía verdadero odio por los evangélicos, a quienes me refería en las predicaciones como "cabras", mientras que los católicos eran los "cor­deros de Dios".

Hay un hecho que prueba mi tendencia antiprotestante. En oportunidad del día de Todos los Santos, en el cementerio del distrito de Pedregulho, los creyentes bíblicos estaban llevando adelante su tarea de distribuir tratados y extractos bíblicos. Con la intención de "dar gloria a Dios" (ese es el lema jesuita) y de defender a la "Santa Madre de la Iglesia Católica" resolví dañar su obra. Reuní a los niños de mi iglesia y los dividí en grupos para que estuvieran hora tras hora dentro del cementerio. La idea era recibir la literatura y destruirla en las velas encendidas detrás del funerario.

Sin embargo, a la noche, cuando hube terminado esta despiadada destrucción del material evangélico, entré en mi biblioteca para buscar algún libro que me entretuviera. Por la maravillosa gracia de Dios, me topé con la Biblia (traducida por Matos Soares).

Abrí el inspirado volumen. Leí el capítulo once del Evangelio de Juan. Sentí que me llegaba cierto alivio para mi aflicción. Sentí que una energía transformaba mi depresión espiritual. Seguí leyendo cada vez con mayor interés. Constantemente pensaba en ese capítulo.

Un comienzo en el estudio bíblico
Lentamente comencé a sentir un nuevo horizonte en mi alma. Decidí estudiar la Biblia libre de preconceptos. Sin la interferencia de nadie y solamente por medio de la Divina Gracia. Pasmado, descubrí que podemos tener absoluta y permanente certeza de ir al cielo si aceptamos cl plan de Dios.

Sin embargo seguí resistiéndome. Mi alma se había conformado al modelo de la práctica católica romana.

Hablo con mi obispo
Una cosa tenía clara,  cuando hablara con mi obispo, quería ser sincero. Él se sintió confundido con mis preguntas. En definitiva me dijo que yo estaba en Aparecida para ocuparme de la construcción de la Basíli­ca. Mis preocupaciones se convirtieron en la compra de cemento, ladrillos y herramientas. Oraba a nuestra Señora de Aparecida.

El punto crítico de Dios en mi vida
Por ese tiempo los creyentes evangélicos estaban distribuyendo folletos en Guaratingueta. Uno de ellos trataba, sobre la idolatría católica, la adoración de imágenes, etc. Para responder a todas esas afirmaciones, decidí dar una explicación de esas doctrinas desde el púlpito, decir que la adoración a las imágenes no estaba prohibida por Dios. Tomé mi Biblia, comencé la explicación leyendo el capítulo 20 de Éxodo. Salteé los versículos 4 y 5 para no dar "municiones a mis enemigos". Cuando bajé del púlpito, me sentía totalmente avergonzado de mí mismo. Decidí hacer una sincera comparación entre las doctrinas católicas y la Biblia. Entonces pude comprobar el abismo infinito que las separaba.

Comienzo a utilizar las normas bíblicas
En enero de 1963 recibí una invitación para ser sacerdote en la ciudad de Orlandia, donde había pasado mi adolescencia. Estaba encantado de volver a donde tenía tantos amigos.

Sin embargo, esa alegría no era suficiente como para borrar mi ansiedad espiritual. Me dediqué completamente al trabajo en la parroquia católica, llena de todas las deficiencias de una vieja parroquia con sus tradiciones rústicas. A pesar de la oposición de un grupo de mujeres descontentas pero piadosas, me las arreglé para desarrollar un trabajo espléndido donde todo encajaba bien, en lo posible, con las normas de la Biblia. Limpié la iglesia, retirando todos los ídolos. Mis predicaciones eran bíblicas. Mis programas diarios en la radio consistían en un sencillo comentario de la Palabra de Dios. Muchos himnos religiosos que cantábamos en los servicios eran canciones cristianas.

Además me ocurrió algo interesante, mi antiguo odio a los evangélicos se había convertido en temor. Quería hablar con un pastor, pero no tenía el valor de hacerlo. Estando en Guaratingueta decidí ir a San Pa­blo con la única intención de resolver esa situación. Al descender del colectivo en la estación, fui al correo para enviar un telegrama. En la calle del Correo había justo en ese momento un evangélico predicando. Al ver mi sotana, me desafió señalándome con el dedo y exponiéndome con sus duras palabras. Él no sabía lo que estaba ocurriendo en mi alma, y no podía adivinar el propósito de mi visita a Paulicea. Como resultado de este incidente, quedé más convencido todavía de que un pastor evangélico podría liberarme de todos mis problemas. Me volví inmediatamente a casa.

Un siervo de Dios me ayuda
En 1964 llegué cerca del fin. Ya no podía contener esa situación. En noviembre fui a Santos. Ya había trazado un plan. Vistiendo ropa civil, asistí al servicio del domingo de la Primera Iglesia Bautista y por increíble que parezca, el párrafo de la Biblia usado como base para el sermón fue justamente el capítulo once del Evangelio de Juan.

Al día siguiente pude acercarme al pastor Eliseu Ximenes. Este siervo de Dios me respondió de una manera tan amable que pronto me sentí cautivado y liberado de mi anterior prejuicio. Comenzamos a proyectar mi partida del catolicismo romano. Era apenas una partida formal, porque ya la venía realizando desde hacía mucho tiempo.

Fe en el Salvador suficiente
El 12 de mayo de 1965, con la especial protección de Dios, logré desenredarme totalmente de la iglesia romana. El 13 de junio fui bautizado en la Primera Iglesia Bautista de Santos, testificando públicamente del cumplimiento de mi fe en mi único y suficiente Salvador, Jesucristo.

Además de traerme a su Reino, Dios puso en mi corazón la tarea de predicar las Sagradas Escrituras, y dediqué íntegramente mi vida a este ministerio. Recientemente ha bendecido la obra de este humilde siervo suyo dándome la alegría de ver a cientos de almas venir al Señor Jesucristo.

En mis sermones insisto en el Plan de Dios para la salvación solo por medio de Jesucristo. Cada vez que predico puedo sentir una "comunión" más íntima con él.

Nunca antes había sentido tanto gozo espiritual como ahora. Tengo la paz total en mi corazón, porque tengo la certeza de mi salvación eterna. Mi alma ha sido purificada por la sangre redentora de Jesucristo, a quien sea la gloria por toda la eternidad.